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Nuestro querido, Sacristán

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Nuestro querido, Sacristán

Por Sol Sánchez

“El Trabajo que un hombre ha hecho, es como un arroyo de agua que corre oculto en el subsuelo secretamente, haciendo verde la tierra”

Thomas Carlyle

Si nuestra Parroquia es especial, también lo fue su Sacristán: Rafael Sánchez Hortelano.

Porque para mí, él era un hombre único.

Lo veía cada mañana, desde pequeña.

Me acostumbré a su presencia sencilla y cercana, casi familiar, cruzándonos en la Cuesta de los Caños.

Pasaba siempre por la imprenta y saludaba a mi padre.

Siendo niña, le cogía sin permiso a mi madre, algunas pastillas de jabón de la droguería y corría hasta el Convento de Las Claras.

Me atraían las historias de unos y otros, que hablaban de mujeres siervas de Dios, que permanecían escondidas dentro de los recios muros del lugar, incluso se azotaban a sí mismas.

Todo estaba envuelto en tales incógnitas, que me obsesioné por desvelar la identidad de aquellas señoras y me aficioné a tocar el timbre del torno. Ver cómo daba vueltas y una voz femenina me hablaba desde dentro.

Le depositaba el jabón y enseguida me llegaba un escapulario.

Eran tantas las pastillas de jabón que les llevé, que llené una caja de zapatos de aquellas insignias de plástico.

El Sacristán, cuya vivienda familiar estaba junto al Convento se dio cuenta de lo que me traía entre manos y recuerdo una mañana que fue a hablar con mi madre:

-Ángeles, vigila a tu hija que va a dejarte vacía la droguería- Le dijo.

A partir de ese momento se acabaron mis visitas a las Monjas.

Él, siguió sonriéndome con su característica simpatía, insinuándome con su mirada, mi condición de pillina y yo a la salida del cole, cada tarde de invierno, pasaba por la Parroquia y lo veía sin que él lo supiera, en sus quehaceres diarios.

Era el intermediario entre el Párroco y los feligreses. Un eficaz consejero.

Fue un hombre, que en su perfecta discreción, formó parte de los acontecimientos alegres y tristes de nuestras vidas. Estaba desolado en los entierros, se unía al dolor de sus paisanos y festejaba la alegría y el optimismo en las comuniones y bodas.

Para mí, tenía un halo de sigilo, entre la cera de las velas y las sombras de la Parroquia.

Entre las flores, los silencios y las imágenes con su lenguaje particular, que debía conocer a la perfección.

Él era un hombre, que llevaba secretos del cielo, bañados de incertidumbres, para el resto de humanos.

Estoy segura que cultivó su espiritualidad a lo largo de su prudente vida.

Formaba parte activa en los Clubes de la Iglesia que frecuentábamos los niños: El Cuya y La Escolanía.

Nos enseñaba constantemente normas de convivencia.

Compartía el latido de un Pueblo, de sus vecinos. De los quehaceres diarios.

Cuidaba cada detalle. Siempre perfecto todo.

Rafael, el Sacristán se fue y los muros de la Parroquia, junto a las callejuelas del Pueblo y los corazones Hellineros, debieron llorar su marcha ese día.

A veces, cuando visito la Parroquia en solitario, escucho algún ruido en sus entrañas y pienso que es él, envuelto en los misterios del tiempo. Porque aquellos que un día te miramos, no te hemos olvidado.

Ya nada es lo mismo, sin la presencia del Sacristán.

¡Nuestro querido, Sacristán!

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