Hoy es jueves, 25 de Diciembre, dÃa de Navidad. Enciendo mi ordenador y, ante una impoluta página en blanco, me quedo pensando en el artÃculo que he de escribir para enviarlo a este semanario que cada sábado, puntualmente, lo pone en las manos de ustedes. Ya son muchos los momentos compartidos con mis amables lectores. Los verdaderos creadores literarios dicen que, en cada artÃculo o libro ponen parte de sà mismos. Y es verdad. En mi humilde nivel, también lo siento asÃ. De otra manera no podrÃa escribir. Y hoy, por ser las fechas que son, siento el poderoso deseo de entregarles mis pensamientos y sentimientos más profundos sobre la Navidad. Además es lo tÃpico, lo habitual. Pero no se que me pasa, que no puedo. Sé que caerÃa en los tópicos de siempre, demasiado manidos y recurrentes, como ocurre cuando se acerca la gran fiesta de nuestra ciudad, la Semana Santa. ¿Qué cosa más fácil que escribir sobre ella con fervor de hellinero?
De manera que me voy a conformar con felicitarles las fiestas, desearles paz y amor para ustedes y los suyos, y suerte en el próximo sorteo de loterÃa.
Me resisto a aguarle la fiesta a nadie hablando de consumismo, de copiosas comidas y bebidas, de derroche de luces, de celebración navideña carente de significado -la fiesta por la fiesta-, y ni siquiera de la alegrÃa por el ser querido que vuelve por Navidad.
Me resisto a hablarles de los pobres –siente a un pobre en su mesa por Navidad-, de los parados, de los marginados por el sistema social del bienestar, de los excluidos por el progreso, de los relegados por el modelo de competencia y consumo en que tan a gusto nos encontramos. ¿Por qué en estos dÃas todo el mundo se acuerda de ellos?
Me resisto a hablarles de los muertos enterrados bajo el dosel de las selvas nigerianas. De las niñas violadas, asesinadas o vendidas como ganado en el tráfico sexual. De los poblados, escuelas e iglesias quemadas por la mano criminal de los sicarios de turno.
Me niego a referirme a la sangrienta barbarie del Estado Islámico de Irak y el Levante. A su crueldad destructiva. A las dantescas matanzas de cristianos a las que el mundo civilizado no presta oÃdos. Ni le preocupan. A ese monstruo exterminador, creado por intereses ocultos e inconfesables, y que amenaza, chulescamente, con terminar devorando a España entera como último objetivo de su delirio.
Me niego a hablarles de las mafias que explotan a niños y mendigos. Y a mujeres.
En fin, me niego a aguarles la fiesta, y el café o la cerveza que se toman mientras leen estas torpes palabras.
PodrÃamos, eso sÃ, hablar de buenos propósitos, esos que, cada vez que llega el final del año, hacemos para el año entrante. Año nuevo, vida nueva. Grandes proyectos que comenzaremos a poner en práctica en cuanto pasen los Reyes. Decisiones contundentes que afectarán a la mejorÃa de nuestra vida de una vez por todas, cuesten lo que cuesten. Pero merece la pena, nos va en ello la felicidad futura. Y asÃ, armados de valor guerrero, nos proponemos dejar de fumar, perder unos kilos, hacer ejercicio, no decir tacos, y hasta prometemos pasar la escobilla cada vez que visitemos al señor Roca… Si no vamos a arreglar el mundo, ¿qué más podemos hacer?
Pero, tal vez se nos olvida algo. Se nos olvida quizás el verdadero y profundo sentido de la Navidad. Entre luces y turrones se nos olvida que es la fiesta de la esperanza. De la promesa. De la promesa de Dios a los hombres. Se nos olvida que Dios siempre cumple su Palabra.
<>. Y un dÃa, hace poco más de dos mil años, Dios cumplió su Palabra y se hizo carne, se hizo hombre en un
humilde cobertizo de Belén. ¿Acaso no es este el acontecimiento más importante de la historia? ¡El mismo Dios hecho hombre, de carne y hueso! ¿Ha habido o habrá acontecimiento más impresionante? <<… y puso su Morada entre nosotros…>>. ¡Su Morada somos nosotros, cada uno de nosotros! El Nacimiento está en el corazón de cada hombre y mujer que le recibe, en ustedes, en mÃ. ¿Pero acaso no es esto lo que merece una gran fiesta? ¿No es por esto por lo que deberÃamos estar eternamente agradecidos y exultantes de gozo?
Está bien que celebremos, comamos, bebamos, cantemos, pero… si su Morada está en mÃ, ¡está durante todo el año! ¿Por qué no lo celebramos constantemente, a diario? ¿Acaso Dios solo nace en nosotros el dÃa de Navidad?
Dios ya firmó su contrato con la Humanidad y se comprometió por siempre. Y Dios solo tiene una Palabra. ¿Quién es el que falla? ¿Quién es el que incumple?
Todas las injusticias referidas al principio, y muchas más que ustedes conocen tan bien como yo, solo tienen una solución: que todos escuchemos y hagamos presente en nuestras vidas la Palabra, que es el Niño Jesús, y que dÃa tras dÃa tiene su Morada en nuestros corazones.
¡Feliz Navidad!
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