Una vez, en una noche cualquiera de un mes de marzo, en un cerro llamado San Rafael, una anciana contaba a su nieto una vieja historia, rescatada de los armarios, en el polvo de los tiempos. Le decía entre susurros:
Cuenta la leyenda que en este pequeño pueblo llamado Hellín, hace siglos, una noche de Jueves Santo, ante el fervor de sus ciudadanos a la Semana más grande del año, se les concedió un deseo: Las almas de aquellos que como gotas de lluvia y por ley de vida se irían marchando, se convertirían en duendes, que dormitarían durante el año, en los troncos de los árboles del parque, centinelas que vivirán para ver crecer a cada una de las generaciones, pasadas y venideras.
La noche del Viernes de Dolores, ante el sonido del primer repiqueteo de un tambor, esos geniecillos, correrán por los tejados. Se unirán a las mujeres en las cocinas, consiguiendo que su mojete, panecicos y empanadillas tengan sabor a gloria, transmitiendo a los más pequeños, los secretos de su gastronomía. Se colarán entre los dedos y los palillos de niños, hombres y mujeres, logrando un sonido tan armonioso, que desde las estrellas se escuchará, mientras viajan por las constelaciones del tiempo. Se esconderán en las lágrimas de emoción de los ancianos, sentados en sus sillas, en las callejuelas, viendo pasar al Cristo. Lágrimas que permanecerán ancladas por siempre a esta ciudad.
Jugarán a despertar los bostezos de sueño en los niños ante La Soledad. Morarán en las gotas de sudor que nacen bajo los rayos del sol, en el rostro de los tamborileros la mañana de Viernes Santo, en sus miradas chispeantes y esperanzadoras y en la cera que las velas de las Manolas derraman por las calles. Se asentarán sobre la Torre de la Parroquia a observar el devenir de esos misteriosos días.
Dicen que los habitantes del pueblo, nacen con un corazón arraigado a sus orígenes ancestrales. Cuentan que su pasión es tan fuerte, que supera al amor, desentrañando en un lenguaje encriptado entre ellos, el significado de la fe. Hellín permanece impregnado en su entusiasmo, anudado por la sangre que corre por las venas de cada Hellinero, en un pacto de hermandad que se sella el primer día que cada uno de nosotros llega al mundo.
-Abuela..- Le dijo el niño que apenas tenía ocho años. – Yo conozco a los espíritus de los árboles del parque en los que anidan ardillas y pájaros y se esconden los secretos del Arco Iris-
La abuela movió la cabeza y con el rabillo del ojo, observó un extraño brillo en el tambor apoyado en la pared del cuarto. La brisa de la Primavera movió las cortinas y en la oscuridad, las libélulas se abrieron paso. El niño se durmió. La abuela lo arropó, mientras que aquellas libélulas, mensajeras de la magia conseguían que aquel pequeño Hellinero soñara, con el repiqueteo de un tambor.
La abuela se marchó a su cama, con la certeza de que en apenas unos días, la Semana Santa llegaría y volvería a sentir la presencia de sus seres queridos. Se durmió esbozando una sonrisa, al comprender que tras esa semana le llegaría la hora de dormitar en los pinos, pero volvería a contar esa historia entre los sueños, a los niños Hellineros.
Si haces un esfuerzo es posible que un día en los sueños de tu niñez, alguien te contara esta historia y te regalara la música de tu tambor.
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