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La pócima del amor sensual

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La pócima del amor sensual

Por Antonio García

Hace muchísimo tiempo, tanto que ni había nacido María Teresa Fernández de la Vega, los antiguos griegos descubrieron unas hierbas que, tomadas en infusión despertaban o estimulaban el apetito sexual. En nuestros días, todos ustedes habrán oído hablar, e incluso así lo creerán, que hay ciertos alimentos “afrodisíacos” que predisponen a la coyunda, a refocilarse, o sea, a poner una pica en Flandes, a cabalgar al galope tendido. Ustedes ya me entienden. Y si no me entienden es que no han llegado a la edad adulta. Unos hablan del chocolate, otros del aguacate, hay quien dice de las ostras, y hasta parece ser que la trágica escasez de tigres en las selvas de la India se debe a la creencia de los nativos de que los testículos de estos hermosos felinos son afrodisíacos. Pero lo que muchos no saben es de donde viene esta palabra tan… estremecedora, ante la que pocos se quedan impávidos.

El origen viene de muy, muy atrás en el tiempo, pues según los datos de que dispongo, tampoco había hecho su aparición Fraga Iribarne. Y fue, como dije, en la Grecia clásica, en aquellas edades en que los dioses del Olimpo lo disponían todo, complicándoles la vida a los humanos y complicándosela entre ellos. Porque el Olimpo, amigos míos, era de todo menos aburrido. Pues bien, una de aquellas diosas, que alcanzó fama imperecedera fue Afrodita, la diosa del Deseo, a la que también llaman diosa del amor. Aunque esto último es impropio, pues los afrodisíacos no conducen al amor sino que sus efectos solo estimulan o incitan el apetito venéreo.

Afrodita nació, o mejor dicho, surgió desnuda de la espuma del mar y, montada sobre una concha marina, arribó a tierra firme. Otros afirman que surgió de la espuma que levantaron los genitales del dios Urano cuando su hijo, Crono, se los cortó y arrojó al mar. Pero esta es otra historia. Ya les dije que el Olimpo no era aburrido. Sigamos pues con nuestra protagonista.

Afrodita, además de ser una diosa bellísima, -de toma pan y moja y rebaña si te queda-, era portadora de una cinta atada a su cintura, o ceñidor mágico, que hacía que todos se enamoraran de ella. Zeus, padre de todos los dioses y jefe supremo del Olimpo, la entregó en matrimonio a Hefesto, el dios-herrero cojo. Ella le dio tres hijos, pero ninguno era de Hefesto, con lo que ustedes ya pueden ir imaginándose lo putona que era esta diosa, por muy diosa que fuera. Nació para encandilar. El marido, que estaba en babia, ni se había percatado del engaño. Pero una noche Afrodita se pasó de la hora de volver a casa, tal vez exhausta de la cabalgada con su amante Ares –dios de la Guerra-, o tal vez por repeticiones de la faena, permaneciendo ambos en la cama hasta bien entrada la mañana. Craso error. Porque Helios, dios del Sol que también pernoctaba en el palacio de Ares, los pilló en plena diversión y corrió a chivarse a Hefesto, el marido. Y es que hasta en el Olimpo los había bocazas. Y envidiosos. El pobre cornudo se llevó un berrinche de padre y muy señor mío –toma, como cualquiera-, pero en vez de arredrarse pergeñó su venganza y, ni corto ni perezoso se encerró en su taller y forjó una red de caza en bronce, fina como un hilo de telaraña y casi irrompible, que ató secretamente a los postes y laterales de su propio lecho conyugal. Cuando Afrodita regresó, toda sonriente, diciendo que había estado en un velatorio, y después se había ido con unas amigas a tomar chocolate con churros y al Corte Inglés, su astado cónyuge le dijo que había pensado tomarse unas cortas vacaciones en una isla y que partía deseguidica. Afrodita, encantada de la vida, ni se ofreció a acompañarle. En cuanto Hefesto cogió el ferry, ella telefoneó a Ares que, más volando que corriendo se presentó en su casa. Y ¡pumba!, derechitos a la cama. Pero al amanecer se despertaron envueltos en la red, desnuditos y sin poder escapar. Y entonces se presenta Hefesto. Como en aquellos tiempos no había cámaras fotográficas, llamó a todos los dioses para que fueran testigos de su deshonra. Las diosas, por vergüenza, se quedaron en casa. Entonces anunció que no soltaría a su mujer, Afrodita, hasta que no le devolviera todos los regalos que había entregado a Zeus como dote para la boda. Y es que ya se olía que, en caso de separación, el dictamen de los jueces sería que él se fuera a la calle con una mano delante y otra detrás. Hay cosas que se repiten a los largo de los tiempos.

Pero todo esto es solo el principio de la historia de Afrodita y sus ardores. O mejor aún, de los ardores que despertaba en los demás dioses, a los que ella tan generosamente acogía. El desenlace de este primer episodio es largo de contar. Pero conviene solo apuntar que, por ejemplo, la simpática diosa pasó una noche con Hermes, fruto de la cual nació Hermafrodita, un ser con los dos sexos. Con Dioniso, dios de la vendimia y el vino, tuvo a Príapo, un niño feo con enormes genitales. Hijo de la diosa fue también Hermafrodito, un joven con cabellos largos y pechos de mujer.

En fin, este espacio no da para más. Yo les daría una lista de los alimentos que se consideran con propiedades afrodisíacas, pero temo que algunos harían mal uso o abuso de ellos. Debe quedarles claro, queridos lectores y lectoras, que no deben abusar de los afrodisíacos o, de lo contrario, atenerse a sus consecuencias. Y hoy en día, como todos saben, no está el horno para bollos.

Ni tampoco se crean ustedes dioses del Olimpo.

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