
Bajo el Volcán por Juan Bravo Castillo
Para Abel Gómez Moya
Hace unos cuantos días, aprovechando el aire tibio de la primavera, me acordé de Unamuno y, cómo no, de Machado, de sus paseos, el primero, enfilando la carretera de Zamora desde su entrañable Salamanca, y el segundo siguiendo el río Duero a su paso por Soria; y, sin pensarlo dos veces, dejé mis múltiples compromisos en suspenso, cogí el coche y viajé a Hellín, mi pueblo, bello y querido, en busca de mis raíces. Reconozco que hace años que no lo había hecho, pero, incluso temiendo verme asfixiado por la nostalgia, lo hice, sin consultarlo con nadie, como un viejo elefante que siente llegado el momento de rendir cuentas.
¡Qué fortuna la de aquellos que ven cómo el Tiempo, ese gran devorador de ilusiones, ha respetado, si no todas, sí, al menos, algunas huellas de su infancia y juventud! Lo contrario es sin duda terrible. Volver al paraíso de tu niñez y ver que han levantado allí una mole de diez o quince plantas, debe de ser mortal de necesidad. Hellín ha crecido, pero respetando ciertos límites (como el detalle de la altísima palmera que creció a su antojo en el patio de nuestra vieja academia del Rosario, y, recientemente, fue trasplantada al extrarradio del pueblo).
Justo ahí inicié mi paseo a media mañana, dirigiéndome, por lo que antaño fueran huertas y bancales, en los que jugábamos al fútbol, a la calle Perier, junto a la Portalí. Hubo momentos en que parecía que no hubieran pasado sesenta años (se dice pronto), y, a medida que tomaba conciencia de ese décalage, sentí bullir en mi interior, al contacto con los incesantes aromas, efluvios y fragancias que, desde las hierbas de los ribazos, a los espinos, zarzas, matorrales en flor actuaban profusamente sobre mi pituitaria, y los olores, a su vez y como por ensalmo, iban acompañados de ruidos melodiosos, dulces sabores, rostros familiares, que por unos instantes, perdidas ya las nociones del tiempo y del espacio, me permitieron verme allí mismo, como un crío, resistiéndome a mi madre, que pretendía llevarme a la escuela en contra de mi voluntad. Fue cosa de un par de segundos; al cabo de los cuales, y, sin solución de continuidad, me vi solo, con un chucho cansino que seguía mis pasos, fisgoneando, curiosón, por la Portalí, silenciosa, como en sueños, pero que se adivinaba desbordante de vida, como lo demostraban los efluvios que salían, dulces como el albérchigo, del horno de la “Corazón”, donde nuestras madres levaban las madalenas y los suspiros a hornear; y, poco más allá, el ruido inconfundible de las tijeras del maestro Victoriano, que tenía tres hijos: el Nane, Rafael y Antonio; y, un poco más lejos, ya en la calle Perier, junto mi casa, los acres aromas del tronco sardinas y arenques de la tienda de ultramarinos de Manolo “el gafotas”, adonde mi madre me mandaba a por piñones, perejil; olores mefíticos de boñigas de vacas, en la lechería de Mamanzos, y, ya, a la altura de la comandancia, donde Pocholo trepaba a su casa por la reja, de repente salía a mi encuentro mi amigo Abelete, y todo cambiaba a medida que nos acercábamos al convento de los Franciscanos, donde oficiábamos de monaguillos, aguantado las sevicias de Paco Valencia que aparecía cuando menos lo esperabas, junto a la cripta, en las capillas más tétricas, con una linterna en la boca y cosas así. Aquel era el reino de la cera de los velones y las aromáticas emanaciones de incienso, que nos retrotraían a los mágicos espacios de las Mil y una Noches, en especial cuando se nos presentaba la ocasión de someternos a las furtivas libaciones de aquellos vinos que jamás volví a saborear, en especial a partir de la luctuosa noche navideña en que ardió el convento entero por culpa de la instalación defectuosa del belén. Pero eso forma parte ya de otra historia.

Y es que, de repente, me encontré frente a mí el rostro cariñoso y afable de don Victoriano Navarro, el que iba a ejercer muchos años de tutor, que con voz melodiosa me dijo: “Otro Jueves Santo en el mismo sitio, Juan”. Y ahí concluyó la experiencia.
De repente me encontré en la Cruz de los Caídos, frente a los Capuchinos; sólo entonces comprendí la transcendencia de lo vivido. Miré la hora: eran cerca de las cuatro de la tarde. No cabe duda de que había vivido una experiencia prustiana, maravillosa en todos los sentidos, que me había permitido revivir el pasado con una nitidez que en ningún momento habría podido llevar a cabo con el simple mecanismo de la memoria voluntaria. Y, mientras retomaba fuerzas en Casa Emilio, recordé, punto por punto, las palabras de Marcel Proust al respecto: <>.
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