Por Sol Sánchez
Octubre nos deja, con las últimas hojas del calendario cayendo, igual que va marchitando el otoño a los árboles.
El reloj nos roba una hora de sol y Noviembre nos llega con una festividad triste: El Día de todos los Santos.
Noviembre es para mí, el mes más melancólico del año. El adiós al verano, a la feria. Vuelta a la normalidad. Cambio de ropa en los armarios. Noches de arrullos y ventiscas en el cielo.
Tiempo para rememorar los aromas del pasado. ¿Te vienes al ayer?
Podemos pasar de puntillas por los años setenta y ochenta. Para encontrarnos con figuras que parecen sacadas de los cuentos. Que tienen un aire de magia, que nos motivan y forman parte de la fantasía. Que llenan de un calor fraternal los recodos de un pueblo.
Que aparecían en los fríos inviernos, bajo los copos de nieve que flotan. Era como si cada invierno, trajera con él a su castañera.
Siempre a la caída de la tarde. En el momento en el que el horizonte se teñía de rojo y penumbras, ella tenía el “don” de cubrir el aire de un aroma cautivador y penetrante que se extendía por cada callejuela y rincón, con el fin de guiarnos hasta el lugar en el que se encontraba.
Todos la recordamos.
Porque permaneció durante muchos años, fiel a nuestra cita, sentada junto a su Kiosco familiar, de madera azul. Frente al Jardín del Tamborilero. En el punto en el que confluyen, la Calle Sol y Calle Periodista Antonio Andújar.
Me encantaba verla, pegada a su fogón. Rodeada de cucuruchos hechos con papel de periódico de distintos tamaños. De sacos de castañas y otros menesteres.
Con su pelo blanco y partes de la piel de la cara teñidas de negro, al igual que sus manos. Arropada con una gruesa toquilla de lana. Con sus zapatillas y calcetas largas que la resguardaban un poco más del frío.
Pensar en ella, me lleva a las hojas de los árboles de distintos colores, arrastradas por el viento del otoño. A los charcos en los que se reflejaba nuestra cara. A las farolas que se encienden. Al sonido de las campanas de la Iglesia.
Me acerca a la Navidad. A los asientos de piedra del jardín, al resguardo de los arbustos.
Jamás debería perderse esta tradición.
Las castañas brotando en la sartén, bajo el cielo estrellado, o la nube amenazante, en la entrañable Esencia de Hellín, rompiendo la cáscara al calor, sobre las ascuas.
Servidas en el papel de noticias caducadas. Pasando una afectuosa sensación a nuestras manos y al pelarlas, ver como también, se nos impregnaban de color negro los dedos, como si se tratase de las pinceladas de un encantamiento.
No había niño que no consiguiera sus dos duros para comprarlas.
Aquél sabor a castañas recién asadas era único. Lo mismo que la imagen de nuestra querida castañera, que nos regaló soñar con historias en las que siempre se encontraba su figura.
Dijo una voz anónima: “Dónde castañas asaron, cenizas quedaron”.
Y es cierto. El rincón en el que permaneció, al que nos acercábamos, para que nos regalara su calor humano y nos rozara la mano al pasarnos el cucurucho, jamás lo olvidaremos en nuestra memoria.
Si cierras los ojos… ¿Hueles a castañas?
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