Por Sol Sánchez
Hablar de hombres y mujeres que han destacado en alguna materia es fácil. Además, su trabajo consigue que nos afloren las palabras a veces sin conocer muy de cerca a la persona de la que hablamos. Pero… hoy de nuevo me pregunto el por qué no solemos homenajear a los ciudadanos que simplemente han sido Personas Buenas. Hombres y mujeres que han pasado por nuestro pueblo siendo honrados y cercanos. Porque ser decente es un mérito y mucho más en estos dÃas.
Quiero destacar a una persona auténtica y sencilla: JoaquÃn GarcÃa López.
En los años setenta y ochenta, regentaba una pequeña tiendecita, de esas de las de toda la vida, ubicada junto al parque.
VendÃa productos de carnicerÃa y charcuterÃa. Era un espacio pequeño siempre abarrotado de señoras que vivÃan en los barrios limÃtrofes, incluso llegaban con asiduidad paisanos de las pedanÃas cercanas.
JoaquÃn y su mujer Angelita atendÃan el negocio convirtiéndose en componentes de cada familia, compartiendo las alegrÃas y tristezas de cada una… porque en realidad, estos comercios de barrio eran un punto en el que reunirse para hablar de todo.
Mi madre cada viernes por la tarde me decÃa:
-Coge el dinero y toma la lista de lo que tienes que comprar en Juárez y dile a JoaquÃn que te ponga la carne como él sabe que me gusta-
A mà me encantaba caminar hasta el comercio, pedir mi turno y quedarme observando desde algún rincón. JoaquÃn y Angelita continuamente estaban sonriendo. Se les veÃa un matrimonio unido, siempre juntos dentro y fuera de la tienda. Con los años, tenÃamos una gran afinidad. Me vieron crecer, como a los demás niños del barrio. Allà pasábamos horas en las tardes de los veranos, inviernos… compartÃamos los entusiasmos de las fiestas y qué decir de la Navidad… solÃan poner cintas de colores por encima de la vitrina y escuchar villancicos a través de la radio. En aquel sencillo local perdido en un punto del mundo de una Villa llamada HellÃn, se respiraba a vida y nos caÃan las hojas del calendario.
Ahora que lo pienso, creo que de pequeña siempre creÃa que algunas personas iban a estar eternas a nuestro lado. Para mÃ, habrÃa sido imposible creer que entrarÃa y JoaquÃn ya no estarÃa. Pero las leyes naturales seguÃan su curso y el comercio cerró, como muchos otros. Quizá marcando el final de una época que nunca más volverá.
Años de una vida tranquila en la que llevábamos pesetas en los bolsillos, quedábamos en las calles con los amigos, escribÃamos cartas y usábamos las cabinas de teléfono. Años en los que todo se disfrutaba, en los que las chicas tenÃamos que estar en casa a las nueve de la tarde, en los que bailábamos lento y nos vestÃamos con ropa diferente los domingos. En los que tenÃamos respeto por todo y los chicos nos pedÃan salir.
Tras el paso del tiempo que parecÃa pasar a la velocidad del rayo, seguà encontrándome con ellos por las calles del pueblo y ocurrÃa la magia de la buena gente: no habÃan cambiado sus sonrisas, su simpatÃa, esa cercanÃa que los caracterizaba. ParecÃan haber encontrado la fórmula de la felicidad.
Meses antes de morir nos vimos justo en la puerta del Colegio del Rosario. A ambos se les iluminó la cara por la alegrÃa del encuentro y a ambos se les entristeció el rostro al ver a mi madre y conocer su enfermedad. Lo que JoaquÃn y Angelita no contaron, ni me dejaron ver, fue su sufrimiento ante lo que se acercaba.
Al mirar su cara en la fotografÃa, algo en mi interior me dice que fue un hombre agradecido con su existencia. No conozco a sus hijos, pero tengo la certeza de que si se parecen a él y a Angelita, entonces JoaquÃn disfrutó en la vida de los mejores regalos que el Universo nos puede dar.
Te fuiste y desde aquÃ, creo que no podemos darte mejor regalo que el que tú nos diste: Reconocerte como un hombre generoso, honrado y bueno.
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