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Los quioscos de nuestra vida…

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Los quioscos de nuestra vida…

Por Sol Sánchez

Dijo un escritor británico, llamado Gilbert Keith Chesterton:

“Lo maravilloso de la infancia, es que cualquier cosa es en ella una maravilla”.

¡Y qué razón tenía! Mi infancia es uno de los tesoros que acuno en el corazón y con los que me dedico a jugar de vez en cuando encontrando verdaderos talismanes.

Todos en nuestra niñez tuvimos un barrio, una escuela y cerca un quiosco al que visitar. No me imagino mi vida de pequeña sin esos quioscos en los que tan feliz me sentí cada vez que entraba.

El primer carro de chucherías que vi siendo muy pequeña fue: el Carro de Pepera. Siempre

instalado enfrente del bar Pepiche, al final del Rabal. Yo tendría unos cinco años, cuando Pepera apareció ante mí con los puños apoyados en sus caderas diciéndome:

-¿Qué quieres pequeñaja?- Era difícil decirle qué quería. ¡Había tantas cosas de colores llamativos llamando nuestra atención! Las pesetas que sujetábamos en el puño no daban para poder comprarlo todo. Allí descubrí los anises de colores, encerrados en plásticos duros que imitaban garrotes, cochecitos de bebes, pelotas. Palotes, Conguitos, polvos “pica, pica”, gusanitos. Entre tantas golosinas, hallé los chicles “Niña” envueltos en papel rosa, cuyo interior llevaba cromos de vestidos y muñecas.

A Pepera también le comprábamos calcomanías, a las que llamábamos, “calcamonías” Aquellas por las que me llenaba todo el brazo de saliva y jamás conseguía que se pegaran completas a mi piel. Adhesivos que no solamente formaban parte de nuestro cuerpo. También adornaban los azulejos de nuestra cocina.

Recuerdo el Carro de Pepera en Semana Santa. Lleno de globos de colores sujetos por finos hilos moviéndose por la brisa de la primavera. A veces fantaseaba creyendo que saldría volando sobre los tejados hacia el cielo azul. Ahora que lo voy imaginando me parecen increíbles los recuerdos. La mañana de Viernes Santo con el sonido de los tambores repiqueteando por todas partes y a lo lejos la banda de música abriendo paso a la procesión y en una parte del Rabal el Carro de colores llamativos y yo llorando por querer conseguir unas gafas de sol de plástico último modelo que Pepera nos mostraba.

El Carro de Pepera se vestía de manera diferente según la estación del año. En febrero todo el

Carro aparecía repleto de caretas de cartón para celebrar el Carnaval. Estaba la imagen de Caperucita Roja, indios, el Pato Donald. Habían dos concretamente, que ejercían una atracción especial sobre mí: la de bruja y pirata. Me llevaban con la rapidez del rayo a los personajes de la literatura. Brujas que salían de los bosques envueltas en espíritus malignos, malvadas y petulantes. Lo mismo que los piratas con el ojo tapado, una pata de palo y el garfio. Además del símbolo de la calavera y los dos sables cruzados, perfectamente dibujados en sus sombreros que me aterraban.

El Carro de Pepera era pequeño y grande a la vez. En él podían hallarse los mares y los profundos bosques. El olor de las hadas, duendes y gigantes. Miles de historias escondidas que individualmente cada niño podíamos ver.

El Carro de Pepera fue el planeta de nuestros descubrimientos: monedas y cigarrillos de chocolate. Molduras que imitaban la dentadura de Drácula. Bolsas de indios y caballos de plástico. Junto a los misterios que jamás quisimos contar.

Pasó el tiempo y fuimos creciendo. Mi primera paga de los domingos. Mis primeras decisiones para elegir en qué me la gastaba. Fue entonces la Taberna de Marcos la que me cautivó. No por el vino y aquél ambiente casi simulando el interior de los barcos piratas, que tanto temía de niña. La Taberna con toneles y olor a vino, disponía de un apartado en el que se vendían chucherías y artículos para niños, incluyendo tebeos. Además el local se encontraba frente a mi cole Isabel La Católica por lo que no había día que no pasáramos por allí. Marcos siempre sentado en su silla nos atendía y demostraba mucha paciencia. Otra de las personas a la que quiero destacar es a su mujer Magdalena. Una señora de estatura baja, cariñosa, encantadora y discreta a la que jamás olvidaré. En la Taberna de Marcos comprábamos polos, albaricoques en aguasal, sobres sorpresa y los tebeos de Lily que me apasionaban. Elegirlo ya suponía un placer. Ese aroma a papel impreso que implicaba la apertura a un mundo de personajes de ficción, de universos inventados, similares y coincidentes a los reales. Sentarme en el escalón del portal de mi casa y comenzar a leerlo también era una forma de valorar los momentos de felicidad. Entender que el amor podía hacer daño a causa de los enredos, entre pasiones idealistas y que jamás me podría convertir en una mujer con súper poderes, encerrada en un traje de gato. Tardes de sábados en las que me desconectaba de todo. Me quedaba a solas con mi imaginación y con la invención de hombres y mujeres a los que les motivaba crear,

consiguiendo convertir sus protagonistas en referentes para quinceañeras como yo.

Estaba el quiosco de madera color azul frente al jardín del Tamborilero, regentado por la familia de nuestra querida castañera. Hasta allí me acercaba siendo ya una mujer. Casi siempre, acompañando a alguna amiga o amigo que compraban cigarrillos sueltos. Recuerdo otro quiosco en el centro de la plaza de Santa Ana y otro en la parte trasera del Mercado de Abastos. Un chico de Isso dirigía otro junto al antiguo Ambulatorio y en la Gran Vía había dos, ahora Quiosco Robert.

Hellín era una Villa mágica por aquellas décadas de los setenta y ochenta. Brillaba de una forma especial, pero ya no solamente por los lugares, sino por las personas que lo habitaban. Cuando paso por el final del Rabal, recuerdo a esa mujer Pepera, sus manos, su voz…El local de Marcos y Magdalena, ahora con un cartel colgado en la vieja puerta diciendo: “Se Alquila”. Ya no está mi buena amiga la castañera ni su quiosco azul, ni el resto de los que he hablado. Quedamos los niños del ayer, ahora adultos, que nos sentimos un poco abandonados, huérfanos, por esos caprichos del destino, por esas leyes de la vida…

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