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El embrujo de la Feria hellinera…

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El embrujo de la Feria hellinera…

Sol Sànchez

Los días que preceden a la Feria, a pesar de estar lejos, me siguen “sonando” a costumbre. Creo que por muchos años que pasen, los días previos a esta semana, siempre tendrán un “algo” especial.

¡Recuerdo tantas cosas de la Feria! Sobre todo que ya había finalizado el verano y el otoño era lo más parecido al invierno.

Mis primeros recuerdos me llevan a la Gran Vía, corriendo como una desesperada, pasando por la puerta de los Capuchinos y mis padres dando trompicones tras de mí para que no cruzara la calle que me separaba del parque. En la muralla estaba sentado un fraile centenario. ¿Os acordáis del él? Tenía una larga barba blanca y nos regalaba caramelos. Desprendía un aire de dulzura y misterio, y ahora visto desde este momento, me parece una figura inspiradora digna de novelar. Ese anciano era una señal que me indicaba, que no vivía en un pueblo cualquiera. ¡¡Nuestro pueblo era especial!!

Aquellos días de la niñez, la Feria se iba introduciendo en mis entrañas mientras daba vueltas en los cochecitos del Tío Güit.

A lo largo de toda mi vida me he asomado por la ventana de la cocina de nuestra casa familiar, desde la que podía ver los pinos del parque y a la Virgen del Pino en lo alto de su cerro. Siempre he ido a la Feria de la mano de la señora Noche. Por eso en el atardecer, esperando a que vinieran a recogerme mis amigas, escuchando el batiburrillo de canciones y el olor a almendras garrapiñadas envuelto con el de algodón de azúcar, descubrí que la Virgen era un faro de luz sobre el Pueblo. ¡¡No estábamos solos!!

Años después en plena adolescencia, existió una Feria en la que al pasar junto a un puesto de libros, el chico que los vendía me miró con sus impresionantes ojos azules y temblaron, por primera vez, mis piernas. Recuerdo que una de las veces que pasé, me puse tan nerviosa que al azar, compré un libro. En aquella Feria los días se impregnaron de mirada y color. Se fue la Feria y con ella el “vendedor de libros”. Pero me quedó el librillo en el que descubrí al poeta
Rabindranath Tagore. Un libro que me mostró a un amigo nacido en Calcuta que me hizo ver el mundo de otra manera. Desde ese día supe, que en una Feria de mi pueblo conocí a doña Sensibilidad.

Otro año, con un grupo de amigos, compré papeletas de la suerte en una tómbola. Nada me tocó, pero recibí un oso de peluche que consiguió ganar uno de mis amigos y fue el principio de una relación que duró veinticinco años. En la Feria de nuestro pueblo conocí a su majestad don Amor.

En el noventa, en julio murió mi padre. Y por esos años los políticos decidieron que la Feria sería en verano. Y una mañana de domingo crucé esa Feria detrás de mi padre para decirle adiós, y la Feria se tiñó de negro, y desapareció la magia y los colores, y la música. Durante años, en el baúl de mi corazón, escondí a la Feria en lo más profundo. En la Feria de Hellín se me presentó la fea doña Tristeza y su inseparable amiga doña Amargura.

Pero volví, y lo hice de la mano de mi hijo (aunque nunca supe si era yo quién lo llevaba…, o él a mí) y juntos le enseñé a descubrir la posibilidad de volar con los brazos abiertos sobre los aviones de colores, a sobrepasar la copa de los pinos del parque en los alto de la noria, a buscar los peluches que se esconden en las papeletas de la suerte de las tómbolas, a guardar una ficha de los coches de choque y a descubrir lo que se oculta tras la sonrisa de los payasos en los circos.

Con el tiempo he comprendido que la Feria de nuestro pueblo es mágica y única. Tiene nombre y apellidos distintos, el de cada uno de los hellineros. Porque a cada uno de nosotros se nos presenta de una forma diferente, escondida entre confeti y carrozas.

La Feria, permanece “como eterna” en mi retina. Porque aunque cambien las atracciones, los puestos y las personas, y nos lleguen nuevos visitantes, yo siempre veré a los que estaban cuando era una niña. Los que me acompañaron cuando descubrí que había una Virgen con Luz propia que iluminaba al pueblo. Un anciano sentado en la muralla del parque que endulzó mis días. Unos aviones de colores a los que yo pilotaba mientras mis padres me sonreían,

sabiendo, que un día descubriría por mí misma, que la Feria tenía embrujo, y por siempre sería una parte más de mi vida.

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