Era el mes de agosto, por el año mil setecientos setenta. Una noche de intenso calor, en la que pocos vecinos podÃan conciliar el sueño.
Rosita, una Hellinera de siete años, huérfana, vivÃa con su abuela materna en una de las casas situadas en la barriada de San Roque. Curiosamente, la anciana, Manuela, era la Hellinera más longeva, en ese momento. Disfrutaba de muy buena salud, participando en casi todos los eventos de la Villa. Esos dÃas, engalanaban las callejuelas del barrio.
Acababan de finalizar los trabajos en la Ermita, de la que el Pueblo iba a disfrutar a partir de ese mes, en homenaje y agradecimiento a San Roque, Santo querido y venerado por todos los Hellineros. Rosita, habÃa sufrido de fiebre alta en la última semana. El boticario le recetó unas hierbas para aliviarle la garganta, según él, cubierta de llagas de pus.
Las campanas de la Iglesia avisaron de la madrugada. Manuela, permanecÃa sentada sobre el camastro de la niña, poniéndole trapos calientes en la frente. Rosita, que desde que nació, habÃa corrido y saltado entre los cimientos de la Ermita, le contó a su abuela:
-Abuelita, cuándo me ponga bien… ¿Podré tener un perro, como el del mendigo de la Iglesia?- Manuela, no entendÃa a quién se referÃa su nieta. ConocÃa bien a todos los habitantes de la Villa y no eran muchos los visitantes que se acercaban normalmente por allÃ.
-¿De qué mendigo, hablas pequeña?-
-Hace unas semanas, una tarde en la que unos hombres colocaban la puerta de la Ermita, me introduje en su interior. Sentada en uno de los rincones, apareció ante mÃ, un simpático perro que movÃa el rabo sin cesar. Se acurrucó en mi regazo jugueteando. Tras él, un mendigo se agachó a mi lado. Puso su mano sobre mi frente y muy abonico, me dijo que mi cuerpo estaba incubando una enfermedad mortal-
La abuela se asustó al escuchar las palabras de la niña.
-Pero… ¡Qué dices! Vamos estás desvariando a causa de la fiebre. El boticario, ha dicho que es una infección de la garganta y él sabe de estos menesteres-
-¡No te asustes, abuela! Hizo la Señal de la Cruz con sus dedos sobre mi frente. Sentà que me quemaba la piel y me prometió que no me morirÃa-
-¡Bendito sea Dios!- Exclamó la anciana con las manos juntas apuntando al cielo. No podÃa imaginar que a alguien se le ocurriera jugar con esas cosas. Eran algunos los trabajadores que se desplazaban desde los Pueblos
de los alrededores para los trabajos de la Iglesia, incluso para algunas obras que se llevaban a cabo en el Calvario y su VÃa Crucis. ¿Alguno de ellos se habrÃa atrevido a jugar de esa manera tan cruel con Rosita?
La nieta, continuó:
-Me ha dicho que está muy agradecido con este Pueblo. Que sus habitantes, lo veneran desde siglos atrás y que HellÃn tiene un halo especial conocido en las profundidades de los Cielos-
Manuela, una mujer muy creyente, que rezaba por inercia cada dÃa, sin buscar milagros, la dejó seguir con el relato:
-Me enseñó unas cicatrices que tenÃa en la pierna, otras cerca del pecho y me dijo que el perro, tiempo atrás, lo salvó de la muerte, lamiéndole cada dÃa las heridas y acercándole rosquillas de pan, hasta una cueva en el bosque, en la que estaba escondido para no contagiar a otras personas con su enfermedad-
-Y… ¿Qué le has dicho?- Intentó investigar, Manuela, arreglándole las soguillas.
-Abuela…- Balbuceó la pequeña. -Yo estaba enjugascá con su perro, que no paraba de dar saltos a mà alrededor. Le he agradecido al Señor, el tiempo en el que me ha dejado disfrutar de esa compañÃa. Le pregunté, si yo podrÃa tener uno igual a ese y me dijo que lo deseara con fuerza desde mi corazón En unos minutos se han marchado. Dime, abuela… ¿Podremos tener un perro igual aquà en casa?-
Manuela insistió: -Dime tú… ¿Cómo era el hombre?-
-¡No lo sé, exactamente! Cuándo me ha hablado del cariño que los Hellineros le profesaban, ha dicho que su Imagen estaba en muchos Altares y Retablos y que decenas de calles y ciudades llevaban su nombre-
Tras las últimas palabras de Rosita, la abuela se puso muy nerviosa. SabÃa que era muy tarde, pero era de suma urgencia ir a visitar a los Hermanos Franciscanos y hacerles partÃcipes de aquellas declaraciones. Salió de la vivienda, entre callejones, siguió las hileras de casas. En un santiamén, llegó al Convento. Tocó varias veces con empecinamiento a los portones de madera. Tras unos minutos que le parecieron eternos, la puerta se abrió, dejando asomar la cara envuelta en sueños de uno de los Franciscanos. Al ver a la mujer se asustó.
-¿Qué ocurre, Manuela? ¿Qué hace a estas horas aqu�-
Empujándole hasta el interior, para no llamar demasiado la atención, a los vecinos que dormÃan con las ventanas abiertas en las viviendas cercanas, le solicitó insistentemente unos minutos de su tiempo.
El Franciscano que conocÃa bastante bien a la mujer, la dejó pasar, acompañándola hasta un rincón en el Claustro renacentista, donde tomaron asiento, embriagándose con el perfume de las rosas.
Manuela, le contó lo que su nieta le acababa de narrar.
-He venido dándome repizcos calle abajo, para creerme estas cosas. Y le aseguro, Hermano Jacobo, que esta niña no miente, aunque otra cosa serÃa que estuviera afectada por la fiebre. Aún asÃ, describe con muchos detalles al Santo-
El hombre se levantó, separándose de la anciana, pensativo, caminó unos pasos. Tras unos minutos volvió junto a ella. Mirándola a los ojos le dijo:
-¿Conoce la biografÃa de San Roque?-
-Qué Dios no lo tenga en cuenta, pero la verdad es que desde pequeñaja, solico me gustó San Rafael y me ha ido muy bien. No he tenido tiempo de otros Santos- Contestó Manuela.
-Con la subida parriba de esa Ermita tan bonica, he oÃdo que fue un hombre bueno al que Dios le concedió la gracia de curar-
El Hermano le narró:
-Dicen que por el año mil trescientos cincuenta más o menos, un niño al que llamaron Roque, nació en un Pueblecito de Francia. Hijo de una familia adinerada, creció rodeado de cariño y afectos, siempre despegado de modos de vida ostentosos. Demostraba una gran humildad, que llamaba la atención de la más alta sociedad. Ayudaba todo lo que podÃa a los niños pobres, por los que demostraba una gran debilidad. A la edad de veinte años, la vida le arrebató a sus Padres. Roque, quedó sumido en las más profundas de las tristezas, con una fortuna como patrimonio, que le permitÃa vivir tranquilamente el resto de su vida.
Decidió vender todas las posesiones, repartir el dinero entre las gentes necesitadas. Con apenas unas monedas en el bolsillo, partió por los caminos con dirección a Roma. Por aquellos dÃas, una ola de epidemias asoló cada rincón de Europa. Era la temida peste negra. La gente, poseÃda por el terror, abandonaba a su suerte a los enfermos. Eran tratados como apestados, empujados a una muerte indigna. Los cuerpos acababan pudriéndose sin recibir sepultura.
Roque, ante tanta desolación y espanto, cambió sus planes de llegar a Roma, quedándose en los primeros pueblos de Italia que encontró, parándose en cada Hospital que veÃa, para ayudar a las personas contagiadas. Nadie se explicaba cómo conseguÃa curar a tantos enfermos.
Con entrega y ternura los abrazaba, tocaba. Les hacÃa compañÃa durante la agonÃa. Los mimaba, incluso pasaba noches cavando zanjas, recogiendo los cuerpos sin vida para darles sepultura en el descanso eterno.
Enseguida se extendieron aquellos hechos por toda Europa.
La gente lo valoraba como un milagro. Con el paso del tiempo, decÃan, que Roque, tan sólo con hacer la Señal de la Cruz sobre la frente de los afectados, éstos se salvaban- La abuela lo interrumpió:
-Mi nieta ha dicho que en su frente, le ha hecho la Señal de la Cruz…. ¡Oh, Dios mÃo, me da tiricia!-
El Franciscano tocó la mano de la mujer para calmarla:
-¡Puede ser, Manuela! Puede ser…- Continuó.
-También tiene mucho sentido, esa parte que me has contado sobre el perro y la cueva del bosque. Dicen que al final Roque, terminó enfermando y para no contagiar a otros, decidió retirarse a un bosque. Apenas sin aliento, esperando la muerte a la que nada temÃa, se adentró en una pequeña cueva que lo protegÃa del frÃo.
Una mañana, creyéndose ya en el otro mundo, notó cómo un animal le lamÃa las úlceras de su cuerpo. La fiebre no lo dejaba ver con claridad, pero al dÃa siguiente muy temprano, el animal volvió, esta vez con una rosquilla de pan entre sus dientes, que Roque hambriento devoró, mientras de nuevo el perro le lamÃa las llagas- El Franciscano hizo otra pausa, casi emocionado.
-Después de curarse la vida no lo trató muy bien. Es una historia muy larga que podemos continuar si lo desea, a través de los libros. Por las tardes, deberÃa traer a su nieta con usted y yo mismo os leeré con pelos y señales los detalles de la afanosa existencia de San Roque. Añadir antes de que se marche, lo más destacado: En el año mil quinientos ochenta y cuatro canonizaron al Santo.
Años más tarde, una epidemia mortal se coló de nuevo, en esta Villa de HellÃn. Comenzaron a morir niños. Raro era el dÃa que no se enterraba a alguna persona. ParecÃa el final, sin forma de acabar con ese dolor.
Era verano. Un mes como éste de agosto, concretamente el dÃa dieciséis. Según los escritos, ese fue el dÃa en el que siglos atrás, Roque falleció.
Una tarde, todos los vecinos de HellÃn, caminaban por los caminos polvorientos, tras el cuerpo sin vida de un adolescente, hijo único de un Alfarero. Un vagabundo se cruzó con ellos. A su lado caminaba un pequeño perro, dicen que el hombre cojeaba de la pierna izquierda.
Al pasar el féretro, el mendigo hizo el gesto de la Cruz. Nadie le dio importancia, ni tan siquiera el Sacerdote que dirigÃa la homilÃa. Fue visto como un acto de respeto. Ocurrió que a partir de ese momento, los enfermos comenzaron a sanar y aquella epidemia que tantas vidas arrancó, desapareció.
De nuevo la Villa se arrodilló ante el gran milagro y enseguida reconocieron al Santo. Fervor que pasó de
generación en generación, hasta conseguir a dÃa de hoy, levantar su Ermita.
Manuela, una mujer rápida mentalmente, pensó en voz alta:
-¿Es posible que mi nieta haya incubado la peste y el Santo haya vuelto a estas tierras?-
-En los misterios de lo divino, nada debemos poner en duda. ¡Corra junto a su nieta y rece!- La anciana volvió hacia su casa, pasando por la Ermita de San Rafael llegó a la de San Roque. Emocionada, se arrodilló ante la puerta que pronto se abrirÃa a los feligreses. No pudo articular palabra que la llevara a alguno de los rezos que conocÃa. Su alma, simplemente experimentó una insondable paz. Una certeza interior.
Volvió junto a su pequeña que dormÃa plácidamente.
Unos dÃas más tarde, Rosita ya jugaba en las callejuelas, topándose con un cachorro solitario al que adoptó.
DÃa en el que la Iglesia de San Roque abrió sus puertas.
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