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Juan Carlos de Borbón: su lado oscuro

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Juan Carlos de Borbón: su lado oscuro

Bajo el volcán

  Juan Bravo Castillo

Para Damián y Guillermo García Jiménez

Todos los seres humanos tenemos nuestro lado sombrío, íntimamente imbricado al luminoso (algo así como las dos postulaciones, de las que hablaba Baudelaire, hacia Dios y hacia Satanás). Si predomina el luminoso, la salvación está cerca; si, por el contrario, predomina el tenebroso, la tierra, como decía Swedenborg, terminará por aplastarnos y ahogarnos. El problema surge cuando el gran pecador trata por todos los medios de ocultar sus taras, confiando en que no haya una justicia post mortem capaz de ajustarle las cuentas. Estaríamos ante un gran tema, a lo Dostoievski, tal y como lo desarrolla en su novela Crimen y castigo.

Posiblemente una de las grandes mixtificaciones en la actualidad sea la odiosa costumbre de considerar que el dinero todo lo compra, incluso las conciencias. De ahí a la inverecundia de buscar a un esquirol que te escriba un libro a cambio de un puesto en la administración o un suculento cargo político, sólo hay un paso. Y si lo de Pedro Sánchez no tuvo un pase, lo del libro de memorias recién publicado del Rey emérito es la releche, y eso que todavía no se ha empezado a utilizar para estos menesteres la I.A.

Me parece el colmo de la indecencia escribir unas memorias por mano ajena, con el fin de intentar corregir un perfil. Y ello por más que el verdadero Juan Carlos I haya vivido una vida de grandes contrastes. Sus puntos negros vienen de lejos. Con 18 años, en Estoril, un Jueves Santo, fallecía de un disparo su hermano Jaime. De lo poco que se conoce de ese trágico episodio, cabe subrayar la terrible pregunta que le hizo su padre ante el charco de sangre: “¡Júrame que no lo has hecho a propósito!”. Después de aquello, la pequeña pistola desapareció en una fosa marina y el hecho se saldó sin que intervinieran ni policía ni forense.

La prensa, al día siguiente, dio la versión oficial del triste suceso, diciendo que todo había sido consecuencia de un desdichado accidente cuando don Alfonso andaba limpiando la pistola. Esa fue la versión que prevaleció, aunque días después un periódico italiano asegurara que el arma la empuñaba Juan Carlos. Y ahí quedó todo. El futuro rey de España se acostumbró pronto a tener domesticados a los medios de comunicación.

Si su grado de culpabilidad fue discutible, donde sí resultó evidente fue en la traición a su padre, Don Juan de Borbón, un tipo bragado que jamás se doblegó a Franco, salvo en el capricho del dictador de entregarle al niño con diez años para encargarse de su educación. El abismo que se abrió entre padre e hijo sólo pudo restañarlo el tiempo y, sobre todo, la constancia y el tacto de doña Mercedes, hasta aquel día de mayo de 1977 en que renunció definitivamente a sus derechos al trono.

En aquella coyuntura resultaron esenciales Adolfo Suárez y su antiguo profesor Torcuato Fernández-Miranda, uno de esos raros caballeros que aparecen para iluminar el camino de los pueblos, desmontando toda la herencia franquista y consagrando una Monarquía Constitucional en total contradicción con lo que había deseado Franco.

El momento más cuestionado de su reinado fue la noche del 23F, tras interminables horas de silencio que dieron lugar a todo tipo de especulaciones. Que de aquel golpe cutre Juan Carlos I saliera encumbrado, sin que nadie —ni siquiera los más antimonárquicos— pudiera ya cuestionarlo, constituye una singular paradoja.

A partir de ese momento, don Juan Carlos, seguro de sí y con aire triunfal, se entregó por completo a sus pasiones: el ludibrio, la caza, las motos, la vela, los viajes y las calaveradas con sus amigos aristócratas. Lejos de esos trajines, se sentía solo y vacío en palacio, esperando siempre la invitación de alguno de ellos.

Con los años cayó en otra pasión: la avaricia. Fue la época en que se agenció la famosa maquinita de contar billetes. Así lo alcanzó la vejez: campechano, triste y vacío; y, de vergüenza en vergüenza, terminó asemejándose a su antepasado Carlos IV.

La cuestión del dinero aparte —si su abuelo terminó de esquilmar la herencia familiar y él, de niño, vivía al día— explica que intentara cobrar sus servicios a precio de oro. Ya lo dijo Pascal: “Un rey sin diversiones es un hombre lleno de miserias”. ¿Cómo será entonces un rey sin fortuna?

A fin de cuentas, hizo su papel: transformó el régimen y frenó el golpe de Tejero. Para ello contó con hombres providenciales —Adolfo Suárez—. Lo demás es la historia repetida de la Monarquía hispánica desde el siglo XVII: poco seso, mucha abulia, excesiva ignorancia, sexo abundante y malas amistades.

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