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No hay que sentir terror al error

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No hay que sentir terror al error

El Espectador

Con estas palabras, la escritora  Irene Vallejo, concluía su artículo que con el título “Fe de erratas”, publicado días pasado en el número de El País Semanal, donde hace un trabajo de solidaridad con los errores que cometemos a diario y que igual antes que después, nos produce esa sensación de desamparo. “Durante tu adolescencia-lo recuerdas bien- te aterrorizaba equivocarte y defraudar. Silenciabas tus preguntas silenciabas  temiendo  que ya deberías saber las respuestas, detenías los pasos asustada por un posible tropiezo, censurabas tu espontaneidad por medio al desacierto” escribe.

 Más adelante, después de citar a Homero y la condición de la antigua sociedad griega, asentada sobre la idea del honor, para vivir sin tacha ni defecto, hace un pequeño comparativo sobre la obra teatral que escribió  Sófocles, en el siglo V antes de Cristo sobre el héroe griego Áyax, combatiente de la guerra de Troya y su malhadada muerte, tras el horror que vive al atacar a unos rebaños de corderos  que confunde con los generales griegos que lo humillaron.

 Siguiendo con los clásicos griegos, también recurre a un largo poema río de la escritora y filóloga norteamericana, Anne Carson, donde se pregunta por el remordimiento y la ansiedad que envuelven nuestros fallos y se rebela de la mano de la filosofía: “Mucha gente, incluyendo Aristóteles, opina que el error es un suceso mental interesante y valioso. No solo que las cosas no son lo que parecen, y de ahí nos confundamos; además la equivocación en sí valiosa”.

 “Nuestras estupideces, profundiza, Vallejo, tienen el mérito de zarandear el enramado de inercias y tópicos que nos fabricamos para avanzar cómodos y monótonos por la vida. Hay una belleza veterana y aguerrida en el hecho de reconocer las sandeces propias sin drama, disimulo si autoflagelación”. 

 Por ello  su última referencia no puede ser más valiosa y oportuna cuando  saca a la luz  la inmortal obra de Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y escribe sobre el capítulo donde el caballero manchego confunde un rebaño de carneros y ovejas con un fiero ejercito, nada menos  que las huestes de Pentapolín del Arremangado Brazo. La paliza que recibe de los pastores, al contrario de Áyax,  la asume sin tremendismos y reacciona con entereza y buen juicio: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no  es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”. 

 Por su parte, Irene puntualiza en las últimas líneas de su artículo:

 “Don Quijote, nacido como personaje ridículo, se eleva a lo largo del libro por encima del chiste que lo gestó para afirmar su propia dignidad tambaleante. Respetemos su empeño en convertir a cualquier precio su tediosa vida en una gran aventura y en obra de arte. La imaginación la consuela lo que no logra ser, el humor lo consuela de los que es. A través de él Cervantes reivindica esa risa que es humilde pero no humillante. Como escribe Anne Carson, nos ayuda a aceptar la verdad verdadera, que en el caso de los humanos es la imperfección”.

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