Antonio García
Hace unos días, paseaba yo con el más pequeño de mis nietos por las calles de una urbanización donde residen mi hija y su familia. La mayor parte del tiempo que estuvimos de garbeo, nieto y abuelo fuimos los únicos habitantes de la calle. Hermosa tarde primaveral, tráfico prácticamente inexistente y matorral con pequeñas florecillas de colores en el linde de las aceras con algunos solares desocupados. A veces mi nieto coge algunas pequeñas margaritas y les arranca los pétalos. Aún no sabe hacerlo de uno en uno, pues todavía no tiene ningún dilema amoroso que esclarecer. Y de momento se me ocurre una idea: <<mira, vamos a cogerlas así, ¿ves?, con un poquito de tallo, y hacemos un ramo para dárselo a la abuela>>. Y ambos nos pusimos a la tarea. El pobre apenas les dejaba “rabo” para asirlas, pero también sirvieron. Cuando llegamos a la parcela, en el corto trayecto entre la verja y la puerta de entrada a la vivienda, le entregué el ramito y le dije: <<ahora se lo das a la abuela>>. Y sí hizo: <<oma, ela>>. Y la “ela” se deshizo en agradecimiento con el mocosillo. <<Me gustan muchísimo, cariño, vamos a ponerlas en un vasito con agua>>. La cara de felicidad del niño no se paga ni con todo el oro del mundo. La viva expresión de la más pura inocencia.
Pero al poco tiempo me dí cuenta del error que cometí, al inducir al angelico a semejante gesto. Le hice a mi nieto, sin él percatarse, cometer su primer acto “machista”. Porque me vino a la mente aquello que un día, allá por Mayo de 2018 –a punto del golpe de Estado- dijo la muy ínclita doña Carme Calvo –esa señora del PSOE que siempre parece haberse tragado una botella de lejía-: “Hay que acabar con el estereotipo del amor romántico: es machismo encubierto”. Se me cayó el alma a los pies. ¡Pobre criatura! ¡Descerebrado abuelo! No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a la destinataria de las florecillas. No quiero que caiga sobre la familia, como un estigma torturador, la incívica y pesada losa de acto tan deplorable: coger flores por el camino para dárselas a una mujer, esposa, madre y abuela.
El romanticismo, ese de toda la vida, que según mi experiencia nunca ha hecho daño a nadie y que, a tenor de lo que yo ingenuamente siempre he creído gustaba a la mujer, ha perdido la batalla. Dicen las expertas en feminismo –disciplina en la que la Calvo es Doctora Cum Laude- que el romanticismo es una herramienta utilizada por el hombre para someter a la mujer, esclavizarla con el matrimonio y sujetarla a base de hijos. O sea, lo de siempre: el burgués y la proletaria. ¡Hasta ahí llega la alargada sombra de Marx!
¡Que dura es la vida! A mis muchos años, en un instante se me derrumbó el tinglado. Lo que siempre hemos entendido por romanticismo, yo creí que consistía en ser sensible, tierno, delicado, apasionado… enamorado. Incluso idealista, caballeroso, sentimental, soñador… Y detallista, que yo soy poco, lo confieso. Pues ahora resulta que todo eso se resume en una palabra: <<¡Machista!>>.
Bien es cierto que la personalidad romántica excesiva tiene sus contras, y puede llegar a resultar demasiado cursi, fantasiosa en demasía, empalagosa, folletinesca… Pero es como en todo: los excesos.
Pero que no se preocupe la Carmen, el romanticismo no necesita antídotos de ningún tipo, porque se está extinguiendo él solito. Debe de ser “la modernidad”, los tiempos, el progreso…, no lo sé, pero es cierto que hoy los jóvenes apenas saben salir del <<tía buena>> y poco más. Es como decir: vamos al grano y no perdamos más tiempo. Dudo si muchos saben distinguir entre la “conquista” perentoria, la relación puramente anecdótica y el amor para toda una vida. Porque se puede ser romántico, con infinidad de detalles, incluso prácticos –sin caer en el consumismo-, hasta más allá de los cien años.
Y esto, queridos lectores, puede traer graves consecuencias. Adiós a Gustavo Adolfo Bécquer, José de Espronceda, Mariano José de Larra, José Zorrilla, la gran Rosalía de Castro… y tantos más, por solo mencionar españoles. ¿Qué jóvenes les leen hoy? ¿Saben siquiera que existieron? Y si la cosa se pone tensa -que es lo que me temo de esta progresía desnortada-, hasta los monumentos que les conmemoran en muchas ciudades desaparecerán, a tenor de lo que dispondrá un capítulo literario incluido en la Memoria Histórica.
Ya no volverán las golondrinas a colgar nidos en tu balcón, ni quedarán –ángel de amor- más apartadas orillas donde la luna brille más clara y se respire mejor…, ya no clavarás en mi pupila tu pupila azul, preguntándome qué es poesía, sabiendo que poesía eres tú. Ni sueñes con que me sienta en el cielo cuando estás a mi lado, ni que tus ojos sean un claro de luna. Y olvídate, mujer, de verme disfrazado de ladrón para entrar en tu interior a robarte el corazón… Porque sé que ahora prefieres una bolsa de gusanitos a una rosa de mi jardín.
Y lo que más me temo de todo: dada la exuberante facilidad que estas izquierdas tienen para hacer decretos y leyes de obligado cumplimiento, que se disponga por la autoridad competente la expulsión definitiva del romanticismo. Se creará un observatorio especial, bien dotado de presupuesto y bien nutrido de inspectores chivatos, que como te pillen con los ojos en blanco mirando a una mujer mientras le recitas un poema de amor, ya te podrás encomendar al santo que quieras que nadie te libra de una buena sanción. Porque les veo capaces, dada la mixtura de lo ya legislado sobre las relaciones entre machos y hembras y… los demás “géneros”.
El romanticismo forma parte del amor, junto al realismo de la vida y las relaciones. El más inexpresivo y rudo de los hombres, si ama de verdad, por algún lado y de cuando en cuando le saldrá la vena. Porque ya lo dijo Aristóteles hace muchísimos años: <<el amor se compone de una sola alma que habita dos cuerpos>>.
Y hablando de amor, les aseguro que jamás se escribió sobre el mismo como lo hizo San Pablo en su primera carta a los Corintios. Pero esa tarea se la dejo a ustedes.
Viva el romanticismo -con perdón de doña Carmen Calvo-, pero siempre con una condición: que sea natural y sincero
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