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Hellín… la villa encantada de aromas

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Hellín… la villa encantada de aromas

Por Sol Sánchez

Era una anciana de pelo blanco sujeto en un moño con horquillas negras. Mujer de edad avanzada, estatura pequeña y pasos lentos. Vivía en una casa situada en una de las empinadas cuestas de un pueblecito llamado Hellín.

A la mujer la apodaban Bañona. Nadie sabía por qué. Lo único que todo el mundo conocía de ella, era el don que la dominaba para hacer las mejores magdalenas, empanadillas y rollos de todo el país.

Vivía sola, entre sacos de harina que se amontonaban en la entrada de la vivienda. En un salón junto a la chimenea encendida, tenía una gran mesa de madera que envejecía a su lado, en la que amasaba y depositaba las latas tras sacarlas del horno. Todos los días el aroma de aquellos manjares se escapaba por las rendijas de la puerta embriagando una parte del Pueblo de un perfume único y particular. Pocos eran los hellineros que no iban hasta la casa para llevarse aquellas exquisiteces. Pensaban que era una hellinera que había conseguido recetas secretas desde algún lugar fascinante. Secretos que a todos cautivaba.

Muchas mañanas en los alrededores de la Plaza de Santa Ana se respiraba un aire de caramelo. Provenía de la calle Perla y su pequeña fábrica de caramelos “La Elisa”. Emborrachaba los sentidos. Las sencillas gentes del Pueblo, decían que oler a caramelo conseguía ciudadanos de carácter muy afectuoso y cercano. A los más pequeños el olor les esculpía en su interior recuerdos, que con los años se desatarían en el baúl del tiempo transportándolos al pasado. Muchos niños creían vivir en un pequeño país de caramelo.

En la zona de la Cruz de los Caídos, al abrir las ventanas, se adentraba un aroma a café del Tostadero. Los jubilados se sentían atraídos hacia esas calles. Era la esencia del grano, de las tertulias tras la comida. De reuniones con los amigos en largas conversaciones de pasados y futuros, entre partidas de cartas y dominó.

En las tardes de los fríos inviernos, en el jardín del Tamborilero, una esencia se apropiaba de las voluntades…, era creada por la castañera que en su rincón de siempre, componía la magia del aroma a castañas asadas. El humo dibujaba un camino que tiraba con fuerza de los hellineros, hasta posicionarlos junto al calor humano de la castañera, que con sus manos tiznadas les traspasaba aquel cucurucho de castañas que llenaría sus almas de nostalgias y costumbres.

A las entradas al Pueblo, las chimeneas sobre los tejados de las distintas aldeas y barrios al caer el sol, dejaban escapar humo. Se olía a la cercanía familiar, a los encuentros y al arrullo de leña quemada.

La gente que iba de paso, pensaban que aquel popurrí de aromas no era algo muy normal. Muchos forasteros iban a comprobar si era real que en un lugar tan pequeño, se pudiera oler a la vez a caramelo, magdalenas, castañas asadas, café y leña. Fragancias que en primavera se mezclaban con los profundos olores que desprendían desde los campos las amapolas, margaritas y florecillas silvestres.

Era Hellín la Villa encantada de aromas.

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