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El rapto de la democracia

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El rapto de la democracia

Entendemos por gobernar, en sentido general y sin buscarle más vueltas, el acto de guiar o dirigir un país o un colectivo humano. Este término tiene algunas variaciones, pero lo vamos a dejar como está para el fin que nos ocupa. Todos los grupos humanos, desde las primitivas tribus hasta las modernas naciones han sido gobernados. Y ello por razones obvias en las que tampoco vamos a entrar. Incluso todos ustedes habrán oído la expresión “aldea global”, refiriéndose al Planeta. No es difícil suponer que dicha expresión fue inventada por alguien ó “alguienes” que pretenden gobernar la Tierra entera. Y en ello están.

Múltiples han sido y son las formas de gobierno. Pero nosotros nos vamos a centrar en la que más a mano tenemos, que no es otra que esta que llamamos “democracia”. Que por cierto, no hay que confundir con “república”. Siempre me acuerdo de la URSS, ó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que a la sazón duerme el sueño de los justos. Socialismo republicano sí que había, pero democracia ni por asomo.

Pues a lo que íbamos. Nos encontramos en una democracia que, como todos sabemos, o suponemos saber, significa <<gobierno del pueblo>>.

Pero nuestra ingenuidad es creernos que con decir “democracia” lo tenemos todo solucionado, creyendo que se trata de un sistema compacto, homogéneo, bien definido. Porque hay muchas formas de organizar y poner en práctica todos los recursos que pueden corresponder a dicho sistema. Nuestra misma ley electoral, que puede llevar al parlamento a un partido con 200.000 votos y dejar fuera a otro que ha obtenido 1.00.000, ¿actúa en buena democracia? O por poner otro ejemplo, una democracia que, pretendiendo garantizar la libertad de expresión permite insultos y calumnias contra inocentes, ¿es una justa democracia?

Y ya que me he lanzado, sigo. Una democracia en que una votación parlamentaria permite el asesinato de seres inocentes e indefensos por medio del aborto, ¿es una buena y saludable democracia? O una que permite el insulto, la vejación y la persecución de una determinada, mayoritaria y secular creencia religiosa, incluso desde las propias instituciones del Estado, que no cesan el acoso y derribo de dicha fe, ¿es una democracia recomendable?

Y ya no hablemos del nivel y los cauces de participación y decisión ciudadana, al menos en los grandes asuntos que nos atañen. Estamos completamente olvidados.

Se podrían poner muchísimos ejemplos más que nos darían las pautas para juzgar si esta democracia que tenemos es buena y justa, o podría mejorar notablemente. A mí no me cabe la menor duda de lo segundo, de que estamos muy lejos de la perfección democrática. Quizás llevaba razón Winston Churchill cuando dijo aquello de que <<La democracia es el menos malo de los sistemas políticos>>. Pero suponiendo que eso es cierto, todavía no hemos encontrado ese punto, ese nivel en el que, engañosamente, creemos vivir.

Me voy a centrar ahora en la “partitocracia” ó “partidocracia” de la que tanto se habla desde hace ya tiempo. Porque creo que esa es la característica más notable de nuestra precaria democracia.

En nuestro sistema, que es una “democracia representativa”, los partidos políticos deberían ocupar un lugar secundario, instrumental. Es decir, su función es ser instrumentos que nos faciliten a los ciudadanos-electores elegir a nuestros representantes. Pero ¿cuál es la realidad de lo que está ocurriendo?

En primer lugar, que el partido es el único sistema, el vehículo exclusivo -disciplinado y cerrado en sí mismo- para el acceso del ciudadano a los órganos del Estado. Con lo que, su carácter instrumental, se ha convertido en monopolio, en protagonista exclusivo. O dicho de otra manera, su creciente y excluyente control sobre la representación popular, somete al ciudadano, al posible representante del pueblo a la disciplina de partido. No tenemos otro camino. El concepto de “mandato libre”, tan querido por los pioneros de la democracia ha quedado anulado.

Pero hay más y si cabe más grave. Como consecuencia del creciente poder y protagonismo que han ido tomando, el papel de los partidos políticos se ha vuelto tan central y acaparador, que han convertido el Estado democrático en Estado de partidos.

Debiendo ser el Estado democrático una relación bilateral entre ciudadanos y Estado, la verdadera naturaleza de la democracia debe estar en la apropiación por parte del pueblo del poder político y de ahí surgir la necesidad de nombrar representantes para que, proviniendo del pueblo y en nombre del pueblo le administren su original poder. Sin embargo, en la práctica histórica, esta relación bilateral pasa a adquirir crecientemente un carácter trilateral: ciudadano-partido político-Estado, de tal manera que el ejercicio de la soberanía popular ya solo es posible mediante la mediación de los partidos.

Consecuencia. El poder ya no es del pueblo, y la figura central ya no es el binomio pueblo-Estado, sino que son los partidos políticos. O dicho de otra manera, los partidos políticos solo buscan el poder, “su poder”, usurpando lo que solo le pertenece al pueblo. Los actores principales ya no somos los ciudadanos sino los grandes partidos, siéndonos imposible, más allá de ellos, expresar nuestra voluntad.

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