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El Ateísmo, el azar, o la razón de la sinrazón

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El Ateísmo, el azar, o la razón de la sinrazón

Antonio García

Hace tiempo le escuché decir a alguien: <<estoy absolutamente convencido de que Dios no existe>>. Y en otra ocasión, cuando yo comentaba el orden que rige el Universo, otra persona, con ánimo de contradecirme añadió: <<o el desorden…>>. He de confesar que el litigio dialéctico no continuó en ningún caso, porque uno sabe distinguir a veces cuándo las compuertas están cerradas y es inútil todo debate. Cuándo todo proceso racional está condenado al fracaso, dada la indisponibilidad del interlocutor a adentrarse en el complicado y bello mundo de la dialéctica reflexiva. Sinceramente creo que estas posturas ateístas son más viscerales que racionales, y que un prejuicio previo condiciona la disponibilidad del ateo para la búsqueda de otras respuestas. No obstante concluí: <<personalmente creo que es más fácil creer que no creer>>, aunque no tuve la última palabra, pues la respuesta –en la misma línea anterior- no se hizo esperar: <<es más fácil no creer que creer>>.

Confieso que soy una persona intelectualmente racional. Quiero decir que soy prácticamente incapaz de aceptar aquello que no comprendo. Que me gusta “desmenuzar” los conceptos para llegar lo más cerca posible a la razón de las cosas. Incluso en temas de religión, siendo como soy un hombre religioso, un hombre de fe.

Cuando se plantea el hecho de la creación del mundo, la autoría de todo lo existente en el Universo, el ateo responde que fueron <<el azar>> o <<la casualidad>> los artífices de toda esta inconmensurable maravilla. Sin darse cuenta de que está revistiendo de personalidad, inteligencia y poder a lo que son solo conceptos que en realidad nadie ha llegado a comprender y definir de modo satisfactorio y concluyente.

“Azar” significa: casual, fortuito. En nuestro lenguaje común, la palabra “azar” la usamos cuando queremos explicar o describir (pseudo-explicar o pseudo-describir) el origen de algo que ignoramos, que no sabemos cómo y por qué pasó y que además, no pudimos prever, pero que era posible que pasara… porque pasó. Pero en realidad, el azar no existe. De hecho esta expresión siempre ha reflejado nuestra falta de respuestas. Ni la Ciencia ni la Filosofía ni la Teología –los tres pilares del conocimiento- pueden tomarse en serio este concepto, pues se convertirían en disciplinas inservibles, vacías de contenido.

<<El Universo salió de la nada>> es otra recurrente forma de echar balones fuera. Cualquier respuesta es válida, por inconsistente que parezca, con tal de quitarse de en medio a un molesto Creador y dar por zanjada la cuestión. Pero hay un principio filosófico elemental que reza así: <<Nada surge de la nada, o de la nada, nada proviene>>, y que fue formulado por el filósofo griego Parménides de Elea nada menos que quinientos años a. C. Es tan sencillo, claro y evidente que da hasta pereza tener que explicarlo, y más a gente que se supone formada. Ni la Ciencia más avanzada, diosa del ateísmo o del simple descreído puede explicar cómo, de donde no hay nada, absolutamente nada, puede salir algo. Cómo puede pasarse del no existir al existir. Del no ser al ser. Curiosamente nuestra experiencia humana nos dice a las claras que toda obra necesita un autor. ¿Han visto ustedes alguna pintura o escultura, alguna poesía, algún edificio, u oído alguna sinfonía que no hayan sido realizados por alguien, que no tengan autor? Otra cosa es que no conozcamos al personaje. ¿Han tenido ocasión de usar un mueble de madera que no haya sido hecho por un carpintero? ¿Qué utilizan ustedes en su vida cotidiana que haya surgido de la nada? Repito, del no ser, al ser. Del no existir al existir por arte de birlí-birloque como solemos decir. Hasta el conejo salido de la chistera “vacía” de un prestidigitador requiere la existencia previa de una chistera y un conejo. La Ciencia solo hace que utilizar lo existente, observarlo, manipularlo, transformarlo, desentrañar las leyes que rigen el comportamiento de la materia, pero siempre, siempre, actuando sobre lo ya creado. En su sentido más puro y primigenio, la Ciencia no “crea” nada, ni tiene poder para hacerlo, aunque en sentido coloquial llamemos “creación” a las obras del hombre.

Podríamos entrar en una polémica aún más complicada y tomar dos caminos: como el Universo existe, o bien existió siempre o tuvo un comienzo. Pues precisamente la ciencia nos da la respuesta: el Universo tiene una edad de aproximadamente 13.800 millones de años. Es decir, que la ciencia tiene claro que existió un comienzo y que tendrá un final. Igual que aceptamos, porque lo sabemos, el principio de que nada se destruye y desaparece, sino que solo se transforma. Principio formulado desde hace ya muchísimo tiempo en la “Ley de conservación de la materia” y la “ley de conservación de la energía”.

Y si tuvo un comienzo, cosa que ya sabemos con seguridad, forzosa y necesariamente tuvo un Creador. Un Ser que siempre ha existido, capaz de dar la existencia por propia voluntad. Conclusión ésta que a la Ciencia ni le va ni le viene, pues no es de su competencia. Pero este es también el límite de la Filosofía, porque a las preguntas de cuál es la finalidad de la Creación, por qué y para qué, solo puede responder la Teología. Tal vez otro día tenga el atrevimiento de meterme en camisa de once varas, pero hoy les adelanto una cosa: el inconmensurable, complejísimo y maravilloso universo fue creado para albergar al hombre. Solo para el hombre, y por amor.

Otra cosa es que uno quiera relacionarse o no con su Creador, pero eso es harina de otro costal.

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