Antonio García
Como todos sabemos, el ser humano es el único animal que hace preguntas. Le pregunta a los demás, le pregunta a la Naturaleza, se pregunta a sí mismo. Porque el hombre es el único ser vivo que es consciente de que existe. ¿Y por qué es consciente de que existe, pudiendo no haberlo sido? Bueno, ya empezamos. Pero vayamos poco a poco. ¿Se han fijado en esa manía de los niños -cuando llegan a cierta edad- de encarrilarse con los “por qué”? Les das una respuesta a cierta pregunta y seguidamente viene otro ¿y por qué? Se lo trata uno de explicar de otra manera, creyendo que ya está, y de nuevo surge otro ¿por qué? Al final solo quedan dos opciones: o decirle que porque sí, porque te lo digo yo, o espetarle aquello de “cuando seas mayor lo entenderás”. Seríamos más honrados diciéndole “no lo sé”. ¿Y por qué no lo sabes?… Momento en que lo mejor es distraerle con otra cosa.
La curiosidad es una condición innata de nuestra especie. Saber, conocer, investigar, descubrir… obtener respuestas. Y aplicar conocimientos. Y gracias a eso pudimos pasar de la cueva en la roca al piso de Protección Oficial con ascensor, agua caliente, calefacción e hipoteca. Y del tam-tam al móvil.
Pero además somos el único bicho que se plantea la finalidad de sus actos, el sentido de lo que hacemos. Por eso decimos: todo tiene un por qué. Pues en ausencia de causa, motivo o razón no podríamos justificarnos ni justificar nuestras obras, y eso resulta incómodo y deprimente, además de dejarnos como imbéciles, majaderos o mentecatos. Hay que dar una razón, una explicación que nos acredite. Lo que pasa es que a veces ello puede devenir en quebradero de cabeza, y tampoco estamos dispuestos a jugarnos la tranquilidad existencial.
Una de esas preguntas -que circulan menos que los billetes de 500 euros- es ¿Por qué existimos? ¿Y para qué? Posiblemente son estas las preguntas más importantes que se puede hacer un ser humano. Yo diría más: que puede y que debe hacerse. ¡Peeero…! Uno no tiene tiempo de liarse con galimatías. Además, ¿eso me va a dar de comer? ¿Me va a ayudar a pagar los plazos? Existimos ¡porque sí! Y ya que estamos aquí, pues al lío, que son cuatro días y hay que aprovecharlos. Y aquí se rompe la ancestral cadena, el atávico instinto, la profunda ansia humana de preguntas y respuestas. Para muchos, aquí se llegó al límite antropológico. Al borde de un precipicio que marea. Y seamos pragmáticos, ¿para qué acercarse? Pero la pregunta existe, está ahí y lo sabemos. La podremos torear, soslayar, pasar de ella, incluso elaborar una respuesta que nos acomode, que esté de acuerdo con nuestros propósitos vitales materiales –desoyendo al espíritu-, y llenar nuestra vida de actividades, planes, objetivos, preocupaciones temporales, es decir, llenar el vacío existencial que deja no dar respuesta al por qué de la existencia. Vivir aceleradamente “muchas cosas”, para no tener que preguntarnos el por qué y para qué vivimos.
Siempre me acuerdo de una pequeña anécdota familiar. Haces muchos años mi suegra, que contemporizó su vida entre muchos hijos y pocos ingresos –vida nada fácil-, le preguntó a mi mujer: <<Hija, ¿tú crees que hay algo después de esta vida?>>. <<Pues claro mamá que lo hay>>. Mi bendita suegra suspiró y respondió: <<Pues eso creo yo, hija, porque si no ¡buen viaje hemos echao!>>.
Podría uno incluso alcanzar el éxito terrenal, conseguir ser un gran empresario o hasta un político de primera división. Tener mucho, mandar mucho, dominar mucho. Y fundamentar en ello el sentido de su vida. Pero a poco que apague la luz, cierre los ojos y tenga la valentía de enfrentarse a sí mismo, sabrá que todo eso no responde a “la pregunta”. Has gastado treinta o cuarenta años en conseguir un estatus, y luego durante otros treinta o cuarenta te vas a tutear con la riqueza, las élites, el poder… Y ya está. No hay más. Se acabó. Para la Historia, que lo sepas, eres un soplo, una brizna, un nadie. Al Universo le importas un carajo. Además, es que no podrás llevarte ni las propiedades ni los talonarios. Pero, ¿sabes lo peor de todo?: has logrado victorias vacías, intrascendentes. Y seguramente a expensas de otras cosas que sí tienen sentido, que son mucho más valiosas. Ebrio de ambición, has dejado escapar lo que de verdad merece la pena vivir. Pero sobre todo, te irás sin la respuesta a la pregunta fundamental. O sea, has fracasado. Después de un largo camino, lo terminas sin saber –ni haberte preocupado por ello- por qué estuviste en el camino, quién te puso en él –pudiendo no haberlo hecho- y con qué finalidad.
Podríamos dejarlo aquí, sin más, y al que le apetezca que se las vea con sus cartas, pero me apetece sugerir alguna pista, si a ustedes no les molesta. Por supuesto, y esto créanlo a pies juntillas, que ni la Física, la Química o las Matemáticas les van a dar jamás una respuesta, ni es su cometido. La única Ciencia que puede resolver el entuerto es la Teología.
Si logramos conocer la razón o la causa de por qué existimos, estaremos preparados para conocer la finalidad de la existencia. Por qué y para qué.
Vivimos, existimos, es decir, hemos sido creados por Amor, para ser amados y para amar. Y para vivir por toda la Eternidad. No busquen más. No acudan a ideologías o filosofías humanas. Si no les apetece, ni busquen. Pero sepan que nunca encontrarán otra respuesta convincente que no sea ésta. Por supuesto, no es que yo sea sabio -nada más remoto-, es que nos lo ha revelado el mismísimo Creador, a través de su hijo Jesucristo. El Jesús histórico, real.
Y de Él sí que me fio.
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