Quizás pocos hombres han tenido tantos motivos para estar satisfechos de su propio destino. Hubo muchos candidatos al trono de su abuelo, pero las preferencias de éste por Abderrahman no fueron acompañadas de las habituales y cruentas luchas de familia por la posesión de tan preciada herencia. Todos le siguieron.
Hoy nos vamos a entretener con otra curiosísima anécdota que bien podría titularse <<los protocolarios improperios epistolares>>.
En cierta ocasión -no se sabe por qué-, envió embajadores al rey Otón I de Alemania, cargados de ricos presentes y –aquí está el problema-, con una carta. Según el protocolo y costumbre musulmanes, verdadera “obligación moral”, el escrito se inicia con grandes alabanzas a Mahoma, al islamismo y con no menos grandes insultos al cristianismo y su Divino Fundador. Como Córdoba está lejos, Otón no puede emprender una guerra contra ella, pero debe contestar de manera apropiada, con otra misiva de signo cristiano. Le encarga la redacción a su hermano Bruno, arzobispo de Colonia. Pero la carta tardó tres años en estar redactada de modo satisfactorio. Tres años retenidos y <<decorosamente tratados>> los embajadores cordobeses. Mas a la vuelta, un embajador alemán debería ser el portador de la carta, pero ¿quién se atrevería a llevarla? Resulta harto probable que el mensajero sea ejecutado entre atroces tormentos, ya que es lo que dispone la ley musulmana a quienes insulten al Profeta. Y la carta no contiene, precisamente, alabanzas a Mahoma. Pero surge un voluntario, conscientemente dispuesto al martirio, en la persona de un monje de la abadía de Gorza: Juan. Mas llegado a Córdoba, en compañía de otro fraile resignado a la misma suerte, Juan de Gorza se encuentra con una inesperada situación, fruto de la astuta benevolencia de Abderrahman. El califa ha decidido que, como sus embajadores esperaron tres años, los de Otón deben aguardar por lo menos el triple: nueve años. Abderrahman sabía el contenido de la carta, y sabía que si la leía los tendría que ejecutar, cosa que no quiere hacer, pero a lo que estaría obligado según su propia ley, a la que ni él mismo podría sustraerse. Una tregua auto inventada, para la tranquilidad de los cristianos de Córdoba, temerosos de que el conflicto pudiera descargar nada bueno sobre sus cabezas. Abderrahman ofrece entrevistarse con el embajador alemán, pero sin la dichosa carta, cosa a la que el tozudo y candidato a mártir Juan no accede. Está empeñado en cumplir con su encargo. El obispo mozárabe de la ciudad e incluso el representante judío Hasden, le halagan primero y luego le presionan, pero sin ningún efecto. Ni por esas. Hasta la comunidad cristiana, que hasta entonces le ha mantenido, lo abandona a su suerte, viéndose obligado a vagar mendigando por una Córdoba hostil. Cómo se pondría la cosa, que al final el terco monje acepta una solución de compromiso. Un emisario parte hacia Frankfurt a entrevistarse con Otón. Bien informado éste, envía un nuevo embajador con otra carta que contiene instrucciones para Juan. No debe presentar la primera y, en su lugar, negociar un tratado de paz con el califa. Pero Abderrahman, más fino que el coral y con un gran sentido del humor, o tal vez por recompensar la tozuda dignidad de Juan, se niega a recibir al nuevo emisario sin haberlo hecho antes con el primero. Juan de Gorza, famélico y andrajoso, y tremendamente dotado para entorpecer y liarla decide que, si ha de visitar al califa lo hará son el hábito de su orden, harapiento y mugroso a esas alturas de la historia. De nuevo despierta el pánico entre los cristianos. Pero Abderrahman está de buen talante y entrega diez monedas de plata para que el fraile pueda presentarse dignamente vestido. A los cristianos debió entrarles ganas de <<martirizarlo>> ellos mismos cuando Juan regala la plata a los pobres y comenta: <<No desprecio los dones de los reyes, pero no puedo llevar sino el hábito de mi orden>>.
De nuevo el califa da muestras de un temple sorprendente ordenando: <<Que se presente como quiera, en un saco si lo prefiere, que no por eso he de recibirle peor>>. Y le concede audiencia con toda solemnidad. Tras varias entrevistas, al califa le cae en gracia la terca reciedumbre de Juan de Gorza y acuerda el convenio solicitado por
Otón. Al fin regresa el extraño monje a la corte de su país, seguramente ignorante de la catástrofe que estuvo a punto de provocar.
Pero no todas las anécdotas tienen este grato final. El niño Pelayo, sobrino del obispo de Tuy, había quedado en cierta ocasión en calidad de rehén. Abderrahman, prendado de su talento y hermosura le incita a convertirse al islamismo con grandes promesas y <<caricias>>. El niño se lanza contra el califa <<mesándole las barbas e hiriéndole en el rostro, con insultos a Mahoma>>. Murió bajo terribles suplicios, hasta que su cuerpo descuartizado fue arrojado al Guadalquivir. También hay que decir que, once años antes de su muerte, mandó ejecutar a su propio hijo Abdallah por traidor.
El final de este gran califa no fue halagüeño. Meses antes de morir sufrió una terrible enfermedad psíquica, llamada hoy <<melancolía involutiva>>: supremo abatimiento, tristeza, angustia, incontinencia emotiva… Muy poco antes de su muerte, dictó el balance de su vida, interesante documento que nos proporciona la relación entre poder absoluto y felicidad:
<<He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, respetado por mis aliados. He disfrutado riquezas, poder, honores y placeres. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de auténtica y pura felicidad que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno>>.
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