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A la buena gente…

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A la buena gente…

Sol Sánchez

Es verdad que solemos idealizar las cosas.

Yo soy toda una experta en eso.

Y a veces, cuando me asomo a la ventana de la vida y miro los amplios campos del ayer, me pregunto: ¿No será todo lo que admiro desde mis recuerdos una alucinación? ¿No habré convertido los pequeños patios desconchados en amplio y frondosos jardines? ¿No le habré cambiado el aspecto a las cosas, y las brujas se han convertido en hadas?

Pues no lo sé.

Es posible que haya olvidado las partes que no me gustaron, y que haya magnificado las buenas…, pero os aseguro que al recordarlas, es la emoción lo que me conecta a la vida, a lo que fui y a lo que soy. Los recuerdos son el hilo que me atan con fuerza a mis raíces, y me hacen sentir orgullosa.

A veces me quedo mirando a través de la ventana y comprendo que todo va pasando. Y sé que esa sensación se llama nostalgia y que muchos pensarán que es tristeza. Pero nadie se atreverá a decir que no lo han sentido, que no se han encontrado frente a frente con una realidad ante la que nos sentimos desnudos, eso se llama vulnerabilidad.

Desde mi adolescencia he tenido la suerte de visitar muchos lugares, en cambio, si me preguntas: ¿Qué vacaciones te han gustado más? Tengo muy claro que te diré, que las que viví a mis dieciséis años. Fue en un mes de agosto. Mi querida amiga María José Ortega me invitó a las fiestas de “Las Minas”. Era la primera vez que salía de casa, y allí que me fui con sus padres y sus dos hermanos. Tenían una casa de campo a la entrada del pueblo. Rodeada de las tierras que cultivaban.

Ellos ayudaban a sus padres, así que…, me tuve que unir al grupo.

Recuerdo la primera mañana en la que el despertador sonó a las seis y media. Con el sueño pegado a los ojos, al traspasar el umbral de la casa me encontré con un bonito amanecer de pájaros cantarines. La naturaleza, en aquel verano, estaba llena de unos sonidos naturales que ahora no están. Nos dirigimos al campo y a mí me tocó quitarle las hierbas feas a las plantas de los tomates. Jamás olvidaré el aroma que se desprendía de los tallos y las hojas. El intenso olor a la tierra húmeda que se quedaba en mis manos al ir recogiendo las patatas. Ese rato a media mañana, en el que nos reuníamos a comer alguna cosa, bajo la sombra de un árbol, entre risas y una alegría que lo impregnaba todo de cierta felicidad. La compañía del agua cristalina que corría por la acequia.

El sol ya en lo alto y su entrañable padre diciéndonos que ya era la hora de volver a casa.

Su madre, Pilar, nos esperaba con la comida puesta sobre una amplia mesa de madera en un salón que había conseguido mantener fresco. Comida que con un exquisito amor había estado toda la mañana cocinando. Salón en el que una cortina de tela tapaba el hueco de la puerta y no dejaba adentrarse al sol. El agua recién caída del grifo reposaba en una jarra de cristal, y las chicharras amenizaban en su canto del mediodía.

La corta siesta sobre las blancas y limpias sábanas era todo un placer. Observando las fotografías en blanco y negro que reposaban sobre las paredes. Historias de otras vidas. El cansancio conseguía llevarnos enseguida al sueño más profundo y de nuevo al trabajo toda la tarde. Regresábamos sobre el tractor con el atardecer de colores dorados. Aún siento sobre mi piel, el agua de la acequia con la que nos lavábamos. No hay ducha de lujo que lo supere. Tras la cena, nos marchábamos a la plaza del pueblo, en la que una orquesta amenizaba el ambiente, además de amigos con guitarras. El pequeño bar, la gente sencilla…, el primer trago de cerveza, a la que nunca me aficioné. El humo de los primeros cigarrillos a hurtadillas, que jamás fumé. Los ancianos sentados sobre sillas de anea moviendo sus garrotas, y los niños jugando a pillarse. Mi corazón enamorado, latiendo por un chico que por allí estaba y nunca me hizo caso, y el recorrido por la estrecha carretera sin asfaltar que nos devolvía hasta la casa de madrugada, acompañados por una hermosa y única luna llena de agosto, mientras los perros ladraban y los gatos nos salían al encuentro.

¿Qué tendrían esos días, aparte de luciérnagas sobre la hierba y libélulas sobrevolando las aguas del río? ¿Qué secretos escondían esas noches, en mis sueños aún por despuntar? Años en los que nada temíamos, porque casi nada sucedía. En los que al mirar nuestras manos, parecían estar vacías…, pero estaban llenas. Días en los que a mis entrañas se adhirieron profundos principios, que marcarían mi existencia. Recuerdos de un contacto único con la naturaleza, que siempre ha sido mi segunda cuna y mi madre. La compañía de mí apreciada amiga, que era como una hermana con la que todo lo compartía, y la protección de unos padres que me acogieron siempre como a una parte más de la familia. Creo que esa ha sido una de mis experiencias en las que descubrí la existencia del amor incondicional. Ese sentimiento que es como un lazo que aparece y se anuda entre las personas sin saber muy bien por qué y perdura para siempre. Cada vez que he mirado los ojos de su padre, o su madre, ha saltado una chispa dentro de mi corazón. Los años nos alejaron, pero estas Navidades volví a visitarlos y vi las mismas miradas de acogida, de calor, de amor incondicional.

Dicen que es de bien nacidos, ser agradecidos. Pues a mí hoy, en unos momentos delicados para ellos, me encantaría llenar las páginas de este semanario con una sola palabra: GRACIAS.

Porque nunca es tarde para deciros que no sois los simples padres de una amiga. Sois los maravillosos “padres” en los que confío, unidos a los cantos de la naturaleza, a los aromas naturales, a exquisitos cuidados, al recuerdo de unas fiestas únicas del ayer, entre gente sencilla, persiguiendo al primer amor y aunque no os lo podáis creer: A mis mejores y entrañables vacaciones.

Para Jesús Ortega y Pilar Rodríguez. A María José, Juan y Chichito.

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