Por Antonio García
Efectivamente me estoy refiriendo a los profetas bíblicos. No es mi intención, ni estoy preparado para ello, acercarme siquiera al estudio de las Sagradas Escrituras. Pero la Historia enseña y las verdades fundamentales de la vida poco o nada han cambiado en miles de años. Salvando la lejanía y dejando de lado estilos, maneras, y circunstancias podríamos aprender mucho del pasado… si quisiéramos. Si hubiésemos aprendido a ser libres de verdad. Y a confiar en Dios más que en los hombres.
La historia antigua del pueblo de Israel es muy compleja y no cabe en un artículo. Es una historia de búsqueda, de alianzas, de amor y de infidelidades, de promesas hechas y rotas. De confiar y de olvidar. De grandezas y de miserias. Un pueblo donde también hubo reyes, señores feudales, funcionarios poderosos, guerras. Hubo ricos, algunos muy ricos, y pobres, muchísimos pobres, desamparados, marginados, abandonados a su suerte. Y con frecuencia todos, si bien muy apegados a sus leyes mosaicas, al Templo y a sus tradiciones, frecuentemente olvidados de Dios. Con demasiada frecuencia.
En ese escenario interviene la figura del “Profeta”. La idea que tenemos de estos personajes está un tanto distorsionada al considerarlos como simples “adivinos” que predicen el futuro. Algo así como “visionarios”, como “videntes”. Nada más lejos de la realidad.
Los Profetas fueron hombres comprometidos en su tiempo, hombres que, con una íntima experiencia de Dios, hablaron a los seres humanos lo que Él les ordenaba que dijeran en Su nombre, a pesar de los peligros que corrían, de las persecuciones y hasta de la muerte. No se arredraban ante los poderosos y gobernantes. Esta fue su misión, hacer de intermediarios entre Dios y las gentes. Etimológicamente profeta significa “mensajero”, “portavoz”, “el que habla en nombre de…”.
Del mensaje que aquellos intrépidos hombres comunicaron a su pueblo –mensaje de Dios-, el aspecto que quiero destacar en éste artículo es su valerosa denuncia de la injusticia social, aunque no fue éste, ni mucho menos, su único anuncio.
Mas de setecientos años antes de Cristo, en un ambiente donde predominaba el latifundismo, el Profeta Amós denuncia que dentro de la sociedad hay individuos que abundan en la riqueza y en el lujo, oprimen a los pobres, los someten a extorsión, los desvalijan, los sujetan a procesos injustos, los venden por una nadería y no les muestran ningún respeto. Y advierte de que el culto grato a Dios no son ya las ofrendas y los sacrificios del Templo, sino la recta administración de la justicia.
Oseas denuncia el sibaritismo desenfrenado de los ricos. Y lanza duras críticas contra el bandolerismo, los fáciles acuerdos con potencias extranjeras y contra todos aquellos que están dispuestos hasta el asesinato, cuando lo que anda en juego es la conquista del poder.
Habacuc condena la actitud de quien viola los derechos de los débiles y oprimidos. Contra el que se apodera de tierras ajenas, aprisiona, devora la propiedad de otro como lobos de la tarde o como águila en busca de presa, vierte sangre inocente, banquetea sin preocuparse del hermano que sufre, estipula contratos injustos, idolatra el dinero, edifica ciudades y palacios sobre los cadáveres de los esclavos…
Podríamos hablas de muchos más, pero no es necesario.
Obligación de los Profetas es dar de lado a las sutilezas y finuras diplomáticas –hoy diríamos a lo políticamente correcto- y hablar con absoluta claridad sobre lo que Dios quiere o no quiere de los hombres. En concreto, hablar del bien y del mal, para seguir el primero y abandonar sin demora el segundo.
Los Profetas fueron algo así como la conciencia crítica de la sociedad. No hay sector de la misma contra el que no lancen palabras de censura y de reprobación. Arriesgándose a los golpes de aquellos que, dado el riesgo de lo que tienen en juego, reaccionan habitualmente con furiosa virulencia: como el de la administración pública, el derecho, los negocios, los centros de poder…
A Oseas lo tachan de loco o necio; a Jeremías, de traidor a la patria. Y se llega incluso a la persecución, la cárcel y la muerte. Elías debe huir del rey en muchas ocasiones; Miqueas ben Yimlá termina en la cárcel; Amós es expulsado del Reino Norte; Jeremías pasa en prisión varios meses de su vida. Zacarías es apedreado y tirado a la fosa común. Esta persecución no es sólo de los reyes y de los poderosos. Incluso el pueblo se vuelve contra ellos, los critica, desprecia y persigue.
Pero también portaron un mensaje de amor y esperanza. Un mensaje de amor y obediencia a Dios y de amor al prójimo, como único camino de salvación. Un mensaje culminado definitivamente en Jesús de Nazaret, a quien hoy se persigue sin razón alguna –o con razones bastardas y fraudulentas-, a quien hoy se desprecia y ataca sin tan siquiera conocerle, siendo como es el único camino de salvación de la Humanidad.
Queridos amigos lectores, creo que humilde y torpemente he hecho una radiografía de la sociedad moderna. Que cada cual saque sus conclusiones. Pero no nos dejemos engañar por los vacuos cantos de sirena de la “modernidad” y el “progreso”.
Nada ha cambiado en el corazón del hombre. Pero Dios nos sigue esperando amorosamente, pacientemente. Con la pasión del padre que espera la vuelta del hijo perdido.
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