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Apuntes sobre la novela (II)

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Apuntes sobre la novela (II)

Bajo el volcán

Juan Bravo Castillo

Si bien la novela es hoy día el género literario por antonomasia, no fue ni mucho menos lo mismo en la época de Cervantes. A principios del siglo XVII, los literatos buscaban la gloria en la poesía y en el drama. Fiel a esta idea, Cervantes, como se sabe, tras sus cinco años de cautiverio en Argel, buscó la consagración como poeta y, especialmente, como dramaturgo; pero era evidente que su genio se avenía mal con el teatro de su época, por más que obras como El cerco de Numancia y Los baños de Argel sigan gozando de gran prestigio. Y si al final optó por la novela fue como un último recurso.

La publicación, en 1605, de la primera parte de Don Quijote fue un éxito de público por las graciosas aventuras en que se ven inmersos los protagonistas, las locuras del Caballero de la Triste Figura, y las tribulaciones por las que pasa Sancho, como cuando lo mantean. La verdadera genialidad de la obra —la contraposición de los caracteres, la subversión del modelo de las novelas de caballerías— pasó por alto a los lectores de la época, y no le ahorró la sátira mordaz de Lope de Vega. E incluso parece que el propio autor duda, de ahí la presencia de los relatos intercalados, como entremeses teatrales.

Medio siglo antes, en 1555, había visto la luz en España una novelita, el Lazarillo de Tormes, con el que se iniciaba la novela picaresca, que, medio siglo más tarde, con Guzmán de Alfarache y El Buscón, arrasaría no sólo en nuestro país, sino también en gran parte de Europa. Estructuralmente más sencilla que el Quijote, pero que, además del realismo, aportaba dos geniales innovaciones: la introducción del “héroe doméstico” y el uso de la primera persona: “Yo, Lázaro de Tormes…”, aportaciones claves en el devenir de este género.

En 1650, tras la aparición de Estebanillo González, se cerraba el círculo de la picaresca española —por más que, en Francia, apareciera después el célebre Gil Blas de Santillana de Lesage—. Se hubiera dicho el fin del experimento. Sin embargo, en 1719, la novela resurgía en Inglaterra con extraordinario ímpetu, de la mano de Daniel Defoe (Robinson Crusoe, 1719), Fielding (Tom Jones, 1749), Sterne (Tristram Shandy, 1760–67); y del célebre editor Samuel Richardson, creador de la novela epistolar, con Pamela y Clarissa Harlowe, una modalidad novelística (de origen, por cierto, también español) que alcanzó un extraordinario auge con La nueva Eloísa (1761) de Rousseau, y esa obra maestra del género, Las amistades peligrosas (1772) de Choderlos de Laclos, novela polifónica que subvierte el género.

En ese mismo siglo, en Francia, con su honda tradición de grandes novelones, había visto la luz un libro extraordinario titulado La princesa de Clèves (1731) de Madame de Lafayette (novela histórica y psicológica de ineludible lectura), así como Manon Lescaut del abate Prévost (novela feminista avant la lettre). Y otra obra clave, las Confesiones de Rousseau, que abre el ciclo autobiográfico en Europa.

La época romántica presenta dos tipos de novelas: la sentimental, en primera persona, y la novela gótica e histórica. Pero el hito fundamental fue Balzac, un auténtico demiurgo que pasa, sin solución de continuidad, de la novela histórica a la novela realista con esa obra formidable hecha en veinte años, La comedia humana. Y, con él, el inglés Charles Dickens y Stendhal (con sus dos obras maestras, Rojo y negro (1830) y La cartuja de Parma (1839)). Este es el momento clave del género, cuando adquiere cartas de nobleza, cosa que se encargará de hacer Flaubert, con su Madame Bovary (1855).

Desde ese momento, la novela se convierte en género dominante, ese “cajón de sastre donde cabe todo”, o ese “espejo que se pasea a lo largo de un camino”, según la feliz definición de Stendhal. De repente, surge el milagro de la novela rusa con Gogol, autor de Almas muertas; y poco después, y sucesivamente, llegan a Europa novelas magistrales como Crimen y castigo (1866), El idiota, Los hermanos Karamázov (1888) del genial Dostoievski; Guerra y paz (1865) y Ana Karénina (1875) de Tolstói.

Y, junto a la rusa, la novela norteamericana, cuyo progenitor es sin duda el genial Mark Twain (autor de Huckleberry Finn, novela que, como diría Hemingway, marca el inicio del género en los Estados Unidos); y, cómo no, ese monstruo llamado Melville (autor de Moby Dick), y el no menos célebre Henry James.

La década de 1880 supondrá el apogeo del género con el Naturalismo de ese otro gran demiurgo, Émile Zola, autor de Germinal, y el despertar de la novela española, con Pérez Galdós, Pereda y Clarín (autor de La Regenta (1885), sin duda, la gran novela de España, junto al Quijote y Fortunata y Jacinta (1887) de Galdós).

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