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¿Por qué no se hacen las cosas bien hechas?

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¿Por qué no se hacen las cosas bien hechas?

El Espectador 

El primer domingo de Feria, tal como se había anunciado, se celebró una exposición en el Parque Municipal, en esa nueva zona de ocio que ha quedado libre tras la desaparición de la terraza llamada “La Sal” —nombre que, por alguna razón insondable, se ha decidido conservar, como si el eco del pasado bastara para justificar el presente.

La idea era, en teoría, interesante: bajo el título “Maestros de Hellín: Vocación y Legado”, el equipo de gobierno municipal que encabeza Manuel Serena pretendía rendir un merecido homenaje a esos profesionales cuya vida laboral se ha dedicado —y no sin esfuerzo— a la enseñanza en esta ciudad.

En la parte baja del recinto se habían colocado unos paneles —una suerte de galería al aire libre— donde, en representación de cada centro educativo, se mostraban las fotografías y breves biografías de los docentes que, por su trayectoria, habían merecido el reconocimiento de sus compañeros. Hasta aquí, todo prometía ser perfecto y digno de aplauso. Pero, señores, al momento de llevarlo a la práctica… batacazo total. De esos que hacen temblar hasta la buena intención.

Reunido ya el público en torno a Manuel Serena y su equipo, se dio la orden de trasladarse a la zona baja, donde estaban ubicados los paneles y donde, supuestamente, iba a desarrollarse el acto. Supuestamente.

Allí, sin condiciones mínimas, sin un lugar cómodo, sin sombra, con un sol que apretaba como factura de luz y —por supuesto— sin nadie que ofreciera una sola indicación clara, comenzó el acto. Tras las palabras de presentación del alcalde, los directores de los centros fueron nombrando a las personas distinguidas, muchas de las cuales estaban entre el público… sin saber qué hacer, ni adónde ir, ni si aquello era un homenaje o una prueba de orientación en plena Feria.

Algunos —cómo no— se extendieron en discursos interminables como si aquello fuera una cátedra magistral, mientras otros ni siquiera pudieron acercarse al lugar del homenaje, mucho menos pronunciar palabra. El caos, como telón de fondo.

Entre el sol implacable —qué bien se nota que nuestro querido Parque, tras la rehabilitación, quedó con más cemento que alma— y las intervenciones eternas, el acto terminó resultando pesado, improvisado y difícil de digerir. Un homenaje que empezó con alma y acabó con bostezos.

¿Tanto costaba hacerlo en un lugar con condiciones dignas? ¿Era tan difícil prever las intervenciones, coordinar los tiempos, facilitar un mínimo protocolo para no dejar a los homenajeados vagando como extras sin guion?

Pero lo más penoso —y aquí es donde el desconcierto se vuelve indignación— es que los homenajeados no recibieron ni el más mínimo detalle. Ni una placa, ni un diploma, ni una flor, ni siquiera un papelito que dijera “gracias por tanto”. Nada. Como si el homenaje fuera solo una palabra hueca y no un gesto tangible.

Un acto que pudo ser hermoso, sentido y memorable, terminó convertido en un despropósito que deja más preguntas que respuestas. Porque si ni siquiera somos capaces de organizar con dignidad un homenaje a quienes han dedicado su vida a formar generaciones enteras, ¿qué nos queda?

Hellín, una vez más, pierde la oportunidad de hacer las cosas bien. Y lo peor no es que no se pueda. Lo peor es que parece que no se quiere.

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