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La rentrée

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La rentrée

Bajo el volcán

Juan Bravo Castillo

El jueves pasado, al salir del sanatorio Santa Cristina, en Pérez Galdós, me encontré de repente rodeado por una multitud estudiantil, jovial y bullanguera, procedente de la Cedes, La Enseñanza, María Inmaculada, como tres grandes torrenteras avanzando impetuosas hacia el parque de Abelardo Sánchez, donde, a su vez, confluían con otros estudiantes provenientes de Escuelas Pías y Bachiller Sabuco, engrosados por los del Navarro Tomás. Una riada humana desbordante de alegría y espíritu juvenil. Eran las dos de la tarde, y todos llevaban en los labios el mismo soniquete: la feria.

Poseídos por su espíritu festivo, celebraban el reencuentro tras el largo y caluroso período estival, intercambiaban saludos y palabras joviales y optimistas, y se disponían a retomar ese nuevo capítulo de vida, ajenos a las sevicias y los malos augurios de sus mayores. Eran jóvenes de ambos sexos y de muy distintas edades. Con aire un tanto intimidado, veíanse asimismo, grupos de alumnos que, indudablemente, eran los recién llegados, los párvulos, muy formales y perfectamente pertrechados por sus madres, con miras a emprender el primer vuelo lejos del nido familiar.
Pensé: “¡Joder!, y luego dicen que el índice de natalidad está por los suelos… ¡Hay que ver…!”. Imposible no retrotraerse al pasado, ante aquella gozosa muchachada que parecía salir, pletórica, del fútbol. Inevitablemente me vino a las mientes uno de mis primeros recuerdos, escrito con letras de oro en mi subconsciente: el de mi madre, agarrándome férreamente del brazo, y tirándome hacia el centro escolar donde, mal que bien, aprendí mis primeras letras, el colegio de la Enseñanza, de Hellín. ¿El motivo de aquella tremenda barraquera? Muy sencillo, el repelus que me producía la monja que me había correspondido en suerte (o más bien en desgracia), una arpía amargada, fea y siniestra, que, cada vez que me tocaba leer, me colocaba a su vera, e indicándome con el índice gordezuelo el párrafo por donde debía empezar, atemorizado, y casi balbuceando, iniciaba mi lectura, pero, cada vez que me equivocaba, aquella barrabasa, me prodigaba sus típicos pellizcos “de monja”, que yo soportaba estoicamente, justo lo contrario de la segunda medicina que le seguía y que parecía encantarle: los fuertes y diabólicos tirones de pelo, que me dejaban el flequillo diezmado, circunstancia que me ha impedido peinarme como es debido hasta este instante.

Eran los tiempos heroicos de la posguerra, en los que por un quítame allá esas pajas, te soltaban un cocotazo o un bofetón brutal como los que, en mis tiempos de docente, vi prodigar a don Jesús Tercero, que en la Academia Cedes se había erigido en el gran especialista del bofetón y tente tieso, tortura que practicaba con gran saña, luego de obligar al reo a “hacer el paseíllo” hacia la encrucijada de mayor resonancia del colegio, de tal modo que el sopapo adquiría rango de golpe de autoridad ejemplarizante, dado que el miedo generalizado que provocaba entre el alumnado, hacía que durante unos días reinara la paz más absoluta en el centro. Cada época tiene sus técnicas, de igual modo que cada maestrillo tenía su librillo.
De ahí la terrible máxima de “la letra con sangre entra”, que, por fortuna, ha pasado a ser historia, incluso en ciertos internados británicos regidos, con dudosos resultados, por verdaderos sádicos. Y a ver quién tenía las agallas suficientes para confesar en su casa la sevicia de la que había sido objeto. Ya que, de hacerlo, corría el riesgo de recibir una severa propina.
Un cambio trascendental en la enseñanza de nuestros días, que ha pasado de lo que se podía considerar una carrera por un campo sembrado de minas, con castañazos, ingresos de bachiller, reválidas, selectivos y demás obstáculos, a una dulce travesía por un lago movido por la brisa más apacible que imaginarse pueda.

Lo que sigue siendo una constante es el rostro inmortal del niño o la niña que descubre el gran escenario en que va a transcurrir su etapa de aprendizaje, donde va a hallar el tesoro de la amistad, o incluso el amor; y donde, de año en año, irá descubriendo el inmenso filón del saber y de la ciencia, algo que en lo sucesivo le salvará del tedio.

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