Bajo el volcán
Juan Bravo Castillo
”¿Cómo reconocer al necio agazapado y al mediocre disfrazado?”, escribía Jesús Cotta, en frase memorable; “pues es bien sencillo, observando la cantidad de tópicos con que se expresa y argumenta el insufrible séneca frustrado”.
Recuerdo con verdadera nostalgia aquellos sucios trenes que, como evoca Sabina, iban hacia el Norte, y en los que, como decía André Breton aludiendo a la ciudad de Nantes, en todo momento te podía ocurrir algo excepcional, siempre y cuando tuvieras el espíritu abierto y ganas de aprender. Yo, por ejemplo, recuerdo como si hubiera sido ayer mismo, al compañero que me tocó en suerte, una tarde viajando en el “rápido” hacia Salamanca, un señor escurrido en carnes y muy serio, que resultó ser un herbolario de Segovia, experto en hierbas medicinales de toda índole, que, en poco más de cuarenta minutos me dio una clase inolvidable sobre la recolección, y la posterior preparación del romero, el tomillo, la salvia, el ajenjo, la genciana, la verbena, el apio, la menta, la tila…, la exhibición de conocimientos que hizo ante mí, me dejó atónito.
También recuerdo, en otro viaje en uno de aquellos trenes-correos que surcaban, a lo largo de la noche, la geografía española de Cádiz a Barcelona, a un señor grueso, coloradote y mofletudo cuyo modo de expresarse fascinaba a cuantos le escuchaban, su gracia andaluza, su tono melódico, sus inflexiones de voz. Jamás oí nada igual. Era la gracia y la precisión personificadas (algo parecido a lo que debió ser Dickens recitando sus obras ante un auditorio de doscientas personas, reviviendo a cada uno de sus personajes).
Después, claro está, tuvimos la suerte de deleitarnos con el lenguaje puros, cantarin y rotundo de Joaquín Prats, de Paco Valladares, el del sin par Paco Rabal, el de nuestro paisano Constantino Romero, el del genial Pedro Piqueras; por no hablar de la singular prosodia de Cortázar, de Carpentier… Pero, para entonces, el arte de la oratoria saltaba hecha añicos, en nuestro país, al mismo tiempo que la urbanidad, la elegancia y hasta la educación.
Recuerdo como si fuera hoy las palabras del eximio don Alonso Zamora Vicente, en una mesa redonda con don José S. Serna, que yo tuve el honor de moderar. “Al español medio se le está olvidando la lengua de Cervantes”; aquello lo anunció en 1982. Han transcurrido 42 años, y el proceso no ha hecho más que empeorar. Lo de España bordea la hecatombe. Desde el advenimiento de la democracia, el lenguaje, contaminado por los anglicismos, las jergas, los vulgarismos y solecismos y demás puñeterías, es un puro naufragio, y se ha puesto definitivamente de moda hablar mal. (Y es que, como decía Tip, “Hablar mal no cuesta un pijo, y queda uno cojonudamente”.
Por todas partes vemos y oímos (salvo muy honrosas excepciones, como Carlos Herrera o Alsina), a ciudadanos que se jactan de hablar correctamente. y sin embargo, el lenguaje del que se sirven está contaminado de tópicos y lugares comunes. Los tópicos son longevos, gozan de buena salud, se han hecho resistentes al insecticida de la razón y se reproducen que da gusto en esta época de imágenes simples, consignas manidas y etiquetas maniqueas.
Ayer mismo, el presidente de Asaja de Castilla-La Mancha, don José María Fresneda, aconsejaba a los políticos castellanomanchegos que “no busquen la oportunidad política de ver quién mea más largo” (sic). Lenguaje chabacano, aunque, sin saberlo él, probablemente, innovara.
”La belleza está en el interior” (dice la fea); “me limito a cumplir con mi deber” (afirma la autoridad); “yo soy apolítico, a mi me dan igual los de derechas que los hijoputas de izquierdas” (trivialidad que está mas trillada que un bancal, como, la del “braguetazo”; “menudo braguetazo ha dado el tío”; u otras habituales antaño: “los poetas son maricones, y los marineros también”, “¡qué bien viven los maestros!”; las mujeres guapas son tontas, y las feas, listas”; “este mundo es un valle de lágrimas”; u otras muchas: “yo hago con mi cuerpo lo que me viene en gana” (que para eso es mío, claro); “a los violadores caparlos, a los terroristas, matarlos” (el problema es quién ejerce de verdugo); “Cristo, el primer comunista”; los curas siempre gordos, y lustrosos”; “lo que debería hacer la iglesia es repartir”.
Y así sucesivamente, hasta el punto de que lo que creemos que es nuestro yo, a menudo no es más que una amalgama adulterada de préstamos que nos imposibilitan todo grado de autenticidad.
Decía Montaigne que nuestro yo empieza y se fundamenta en el lenguaje, y, modestamente, me atrevería a añadir que también acaba.
