El Faro de Hellín

Franco

Bajo el volcán

  Juan Bravo Castillo

Para Damián y Guillermo García Jiménez

La muerte de Francisco Franco supuso un momento trascendental no sólo para la historia de España, sino también para cada uno de los españoles. Recuerdo aquella mañana del 20 de noviembre de 1975, en el claustro de la recién inaugurada Universidad Laboral de Albacete, la cara de póker de mis colegas: dábamos risa. Mi hija primogénita cumplía un año. Me había casado el 22 de diciembre de 1973, dos días después del magnicidio de Carrero. La Historia me perseguía.

Se abría la posibilidad de la definitiva desaparición de las dos Españas —el verdadero abrazo de Vergara—, eso al menos pensábamos muchos de mi generación. Pero había miedo, quintales métricos de miedo entre quienes, ya adultos, habían visto y sufrido las salvajadas perpetradas por coetáneos rebosantes de odio e inquina. Por fortuna, ese miedo lo supieron utilizar los facedores de la Transición —desde Carrillo y Fraga, hasta Suárez y Felipe— como ungüento para sosegar los ánimos y lograr que cada cual cediera lo imprescindible para alcanzar un período, si no de paz plena, sí al menos de convivencia.

Como en mi caso, muchos eran los que pensaban que Franco era eterno. “Ese no se muere ni a tiros”, comentábamos, viendo cómo la dictadura devenía en dictablanda, pastosa y repugnante, con aquel cogollito pútrido encabezado por Doña Carmen, el marqués de Villaverde y Arias Navarro. Por fortuna, Franco, que había empeñado su palabra, no se dejó manipular.

La vida en aquellos años transcurría lenta para los jóvenes, acostumbrados a vivir mudos y sordos. Vivíamos aletargados en la paz de los cementerios. Hasta que un día cruzabas la frontera de Francia y comprendías la amarga realidad española, nuestro retraso ancestral y nuestro nulo reconocimiento como país.

Hasta que, de repente, constatamos que no sólo Franco era mortal, sino también nuestros padres y hasta nosotros mismos. Con su habitual flema gallega, dejándolo todo atado y bien atado (eso creía), cayó finalmente en los brazos de la muerte, aceptando —qué remedio— verse convertido en juguete durante unas larguísimas horas.

Y así bajó al reino de las sombras, dejando a España sumida en incertidumbres. Con el príncipe convertido en rey, la coyuntura favorable y, sobre todo, el papel rector de Torcuato Fernández-Miranda, el panorama político se tranquilizó. Fue entonces cuando brotaron como hongos cantidades ingentes de antifranquistas póstumos que, calladitos hasta ese momento, dieron en sembrar cizaña dándoselas de héroes por la libertad y la democracia.

Quedaban las miles y miles de fosas —sin duda el gran error de Franco— diseminadas por las cunetas de toda la geografía; muertes de perro perpetradas por los vencedores contra más de cien mil rojos. Vendettas sin resolver, utilizadas por tirios y troyanos para avivar viejas discordias.

Y así, mientras Franco y José Antonio Primo de Rivera dormían el sueño eterno en el Valle de los Caídos, la paz definitiva entre los españoles seguía sin llegar. Con la llegada al poder del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (2004), el problema pendiente fue usado por mentes sibilinas para enzarzar de nuevo a los españoles. La Ley de Memoria Histórica (2007) volvió a dividir a la sociedad. Luego llegaría la Ley de Memoria Democrática (2022), ya con Pedro Sánchez, con los nostálgicos encrespados desde octubre de 2019, cuando los restos exhumados de Franco salieron del Valle de los Caídos.

Y, de ese modo, utilizado más que amado u odiado, se sigue hablando del dictador, sin permitirle descansar. Y yo le digo a la clase política: “Dejad los huesos de Franco en paz, sacad a los miles de muertos que aún duermen en las cunetas, y rogad a Dios que a todos nos quiera absolver”.