Cuando un pueblo logra degustar los deleites de la libertad, no puede ya vivir sin ella. Pocos textos tan hermosos y denotativos de esa ansiada libertad como La cabrita de M. Seguin, de Alphonse Daudet. Uno de esos relatos provenzales que, a modo de parábola, plasman el anhelo de liberación del ser humano.
M. Seguin, dueño de una granja en las estribaciones de los Alpes, era un hombre desafortunado con sus ovejas. No bien las compraba en las ferias de ganado, luego de pasar unos días en el aprisco, presas del tedio, huían atraídas por el fulgor de la montaña vecina y ya no volvían. Así, una tras otra… Un día, atribulado, hizo un último ensayo. Adquirió a precio de oro una cabrita blanca como la nieve, dócil y bellísima, con sus ojillos dulces, sus pezuñas relucientes y su larga melena blanca. Ya en la granja, le contó sus cuitas y amarguras, y ella, muy seria y atenta, lo escuchó y le prometió que jamás haría locuras.
De ese modo vivieron, el amo y su cabrita, unos meses de idílica dicha. Algunas veces, empero, M. Seguin observaba al dulce animal, embargado por la tristeza, y con la mirada perdida en la cumbre de la montaña maldita. Era cosa de segundos, y rápidamente volvía a sus retozos. M. Seguin, triste y preocupado, temiéndose que el drama se repitiera una vez más, llegada la noche, encerró a la cabrita en el redil y se fue a dormir. Al alba volvió y vio con horror que no estaba. Y es que nada más verse sola, la cabrita, aguijoneada por su sed de libertad, trepó a un escabel y saltó por el estrecho ventanuco. Estaba amaneciendo; era una de esas mañanas de mayo esplendorosas que presagiaban un día luminoso. Atraída por el fulgor de la montaña, no lo dudó: huyó y se introdujo en el bosque, siguiendo el cauce de los arroyos rumorosos. A media mañana, alcanzó un claro cerca de la cima, y desde allí apreció la humilde estampa de la granja, coronada por un oscuro hilillo de humo que salía por la chimenea, y en la puerta un hombre que, transido de dolor, gritaba su nombre: “¡Blanquita!” una y otra vez, respondiéndole tan solo el eco de su voz. Sintió lástima, pero la sensación de libertad la enardeció.
Fue para ella una jornada gloriosa, acogida como una princesa por los viejos abetos, los castaños, las campánulas azules, las flores silvestres; el tiempo transcurrió como un relámpago, y de repente, el viento se hizo más fresco, el escenario se tornó violáceo y con la oscuridad cambió por completo el decorado; hasta que de repente, el pobre animal vio ante sí la sombra de dos orejas erguidas y dos ojos que relucían como brasas: era el temido lobo. Enorme, inmóvil, sentado en su trasero, estaba allí, observando a la cabrita blanca y saboreándola anticipadamente. Como tenía la certeza de que se la iba a comer, no tenía ninguna prisa. También la pobre cabrita, indefensa, supo que era su final. Y, en vista de lo cual, pensó que mejor valía dejarse devorar enseguida; pero, de pronto le salió la casta, se puso a la defensiva e incluso atacó a la fiera. Y así estuvo toda la noche, hasta que, justo al borrarse el resplandor de la última estrella, incapaz de seguir tan desigual pelea, se tendió en el suelo y se ofreció en ofrenda al implacable lobo.
La lección que se desprende de tan hermoso texto, como bien les decía a mis alumnos, es que la libertad de que gozamos en nuestro entorno, fruto de esa democracia ideada por los griegos y retomada por los ilustrados del siglo XVIII, es algo que hay que defender con uñas, dientes e inteligencia; especialmente en esta época que vivimos, donde tres grandes lobos —el chino Xi Jinping, el ruso Putin y el norcoreano Kim Jong-un— andan al acecho, más unidos que nunca, hablando, entre bromas y entre veras, de la posibilidad de eternizarse. Una defensa que todos los hombres de bien debemos tomarnos muy en serio —empezando por la OTAN— dado que el jefe de nuestro bando ha perdido los estribos, seducido por el encanto de los dictadores.