El Faro de Hellín

Barcarola en Pau

Bajo el volcán

 
  Juan Bravo Castillo
 
A Luis Beltrán y a su esposa Isabel, por sus atenciones y afecto 
 
La bella ciudad de Pau, con su histórico castillo de Enrique IV de Navarra -aquel a quien se atribuye la frase “París bien vale una misa”, progenitor de todos los borbones-  y con sus míticos puertos pirenaicos -Aubisque y Tourmalet-, nos recibió el pasado martes con su placentero perfil hospitalario, otoñal, obviamente, que el miércoles se trocó en llovizna, y el jueves en lluvia incesante. Veníamos a participar en un congreso sobre Juan Valera, y, de paso, invitados para presentar la revista Barcarola.
Una vez instalados en el hotel Roncesvalles, salimos a patear la ciudad, y pronto llegamos al Balcón de los Pirineos, con sus acogedores bancos de madera, desde los cuales, varias generaciones de españoles exiliados en 1939 habían soñado, con lágrimas en los ojos y un agudo temblor recorriéndoles la espina dorsal, con su patria, su tierra, sus familias, su pasado, y con aquel bendito sueño de emancipación que fuera el advenimiento de la Segunda República, que desembocó en la mayor tragedia de nuestra historia.
 
Así nos lo había contado Tuñón de Lara, que poseía una de aquellas suntuosas viviendas, situadas detrás de aquellos bancos de madera, a mi mujer y a mí, durante una cena celebrada con ocasión de un congreso, en 1976 (imponía aquel hombre con su presencia electrizante, su larga cabellera plateada, y sus oblongas manos, con las uñas bien cuidadas, como garras prestas a defenderse o a acariciar). Cuarenta y nueve años desde esa cena, donde se explayó con su firme voz melodiosa, confiándonos sus temores y, también, sus esperanzas y anhelos de que su país fuera por fin capaz de convertirse en una democracia europea, sin dictadores, ni salvadores, ni militares ni curas.
 
Muchas veces habíamos viajado expresamente, o bien pasado por aquella coqueta urbe, e incluso, en una ocasión, asistimos a la salida de la correspondiente etapa del Tour de Francia camino, desde Jurançon y Eaux-Bonnes, de las primeras rampas del temible Aubisque, aperitivo del enorme festín que sigue siendo el Tourmalet, donde, un día ya muy lejano, se dio a conocer un joven navarro llamado Indurain, que le dejó ganar el Tour a su jefe de filas Pedro Delgado. En aquellos tiempos todavía se mantenían intactas nuestras ilusiones sobre el ciclismo y sobre tantas cosas, como la política, que este último medio siglo se ha llevado.
 
Esta semana, con muchos años encima, y con otra ilusión intacta, llegábamos a Pau, mi mujer y yo, acompañando a Luis Beltrán, catedrático de Zaragoza recién jubilado, y a su esposa Isabel. La ilusión se llamaba Barcarola, y he de reconocer que mi colega y amigo hizo una defensa tan apasionada de los valores literarios y culturales que representa nuestra revista albaceteña, que me conmovió, recordándome la que hiciera, allá por 1984, en la ciudad del Ebro, el insigne y jamás olvidado José Antonio Labordeta. Barcarola, con sus cerca de cuatro mil colaboradores, constituye una feliz familia, unida por su creencia en la Literatura, lejos de prebendas, reconocimientos y galardones. Nuestro único motivo de orgullo es el trabajo bien hecho, y nuestra mayor recompensa, el enorme caudal de hermosos recuerdos que vamos atesorando, y que esperamos un día ofrecer a nuestros lectores.