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Nuestro querido, Ruso

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Nuestro querido, Ruso

Por Sol Sánchez

El lugar en el que nacemos y crecemos, termina teniendo unas señas de identidad. Todo lo que miramos, nos recuerda a personas concretas; una calle, un barrio, un comercio, una fiesta… Todo.

Hellín, para mí siempre llevará el sello de la década de los setenta ochenta… Tendrá el abrazo de las personas que por aquellos días eran los que dirigían el pueblo y se encargaban de educarnos.

Se acerca la feria y nada será lo mismo sin esa primera caseta de peladillas, turrón y almendras garrapiñadas, atendida por Sole, La Rusa y su hermana Lola. Allí estaban ellas, ataviadas con blancos delantales, con su sonrisa característica que atraía a todos los que por allí pasábamos. Al verlas a ellas, era el momento en el que para mí se inauguraba la auténtica feria.

Tuve la suerte de tenerlos en mi barrio. El Ruso, durante años pasaba delante de mí, mientras que yo iba creciendo sentada en el escalón de mi portal, esperando a su hija Paquita, una de mis mejores amigas de la infancia. Nunca tuve con él una conversación, tampoco hizo falta para entender el aprecio que me tenía; su mano se posaba en mi cabeza y me decía: -¡Hola nena, mi Paquita ya viene por ahí!- Y seguía con sus andares peculiares, las manos en los bolsillos del pantalón y mirando al suelo pensativo, absorto en sus cosas. Trabajaba para el Ayuntamiento, eso le permitía estar por todas las calles y jardines, motivo por el que todos lo conocían y apreciaban.

Su mujer, Sole, era toda una institución en el Ambulatorio, su lugar de trabajo. Era la primera cara que nos recibía, siempre sonriente, servicial, vital, con una fuerza interior y exterior, incluso en su voz, parecía poder comerse el mundo. La recuerdo alguna tarde de invierno en su casa, en la salita, sentada junto a la abuelita Juana, o simplemente mirándonos jugar desde su balcón. Acostumbraba a apoyar sus brazos sobre la barandilla y así veía pasar por el barrio, los otoños y las primaveras ¡Qué tiempos!

Y su hermana Lola, que me parecía guapísima, no había un día, en el que al igual que a Sole, se las viera con el pelo despeinado. Lola, hacía el mejor aguamiel del mundo. Cada Día de La Cruz, mi madre me enviaba a comprársela.

Sabes la importancia que tienen algunas personas en tu vida, cuando se van. Es cuando nos llega un vacío que te dice: Ya nada será lo mismo. Cuando vuelvo a nuestro pueblo, nuestro barrio y miro a su balcón, me cuesta trabajo creer que Sole y Alonso no están, nunca los vi enfermos, quizá por eso tengo la sensación de que volverán este año a esa primera caseta en la que al pasar inauguramos la auténtica feria, en la que Lola y Sole nos despachan almendras garrapiñadas, mientras El Ruso me saluda pasando su mano sobre mi cabeza, diciéndome: -¡Hola nena, mi Paquita ya viene por ahí!

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