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La tienda de mis sueños

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La tienda de mis sueños

Sol Sánchez

El día veinticuatro de noviembre comenzó en Suiza la Navidad y ya estoy debajo de mi árbol escribiendo mientras comienza a nevar. Es la época que más me gusta del año…, pero no las Navidades de consumo y luces de neón que tenemos ahora. Me apasionan las clásicas, las de cuando éramos niños…, las de árboles artificiales de ramas desgastadas de tanto usarlo…, las de largas mañanas viendo el sorteo de la lotería en la tele…, las de reuniones familiares y de vecinos en casa cada Nochebuena y Nochevieja sin que nadie tuviera prisa por marcharse…, las de pasteles recién hechos por las manos de nuestras madres y abuelas…, las de fríos inviernos que cubrían nuestro cielo de grises nubarrones, porque antes en Navidad siempre hacía un frío que pelaba…, las de un regalo inesperado que nos dejaban los Reyes Magos y que nunca coincidía con el que le habíamos pedido en nuestra carta…,teníamos tan pocas cosas y todo nos parecía tan especial.

Hace tiempo que os quería hablar sobre una tienda de Navidad que descubrí el año pasado. Fue alucinante porque jamás imaginé que existía un lugar así. Pertenece a la cadena de tiendas de “Käthe Wohlfahrt” repartidas por muchas ciudades de Europa. Están abiertas todo los días del año y más que una tienda parece una exposición. Son grandísimas y vas caminando por unos pasillos que simulan ser pueblos con tejados nevados y todo decorado con miles de artículos navideños. No tengo fotos para mostraros porque ese día no llevaba cámara. Pero si buscáis en google podréis ver imágenes y os haréis una idea de lo que os hablo.

Hay una pequeña zona dedicada a la literatura. La atiende un señor de avanzada edad, al que no sé si lo habían caracterizado, o era un Lord Inglés esperando su té de media tarde, en un ambiente de silencio, junto a un montón de libros traducidos a todos los idiomas y cuyas ilustraciones me atraían tanto que me habría gustado leerlos todos.

Hubo uno que llamó mucho mi atención “El mundo interior que no muestras”.

Al llegar a casa me faltó tiempo para sentarme debajo del árbol de Navidad y comenzar a leerlo y releerlo. Me hizo aceptar que es cierto que todos tenemos una parte interior que no mostramos a los demás. Es una parcela de nuestra personalidad que no se rige por las pautas sociales y quizá por eso la ocultamos, porque nos da vergüenza que otros la descubran y se rían de ella. Al menos a mí me ha pasado. Me han llamado de todo: fantasiosa…, tienes muchos pájaros en la cabeza…, no vives con los pies en la tierra…, estás en los mundos de Yupi…, tarde o temprano te vas a estrellar…, y alguna otra similitud que ya he olvidado.

Con los años he ido madurando y creciendo como persona, me considero responsable, pero esa parcela de mí ha seguido intacta. Es el lugar desde el que tiendo a idealizarlo todo. Desde el que veo algo bello en lo que otros llaman feo. Dónde relativizo casi todo, perdono y olvido las ofensas con una gran facilidad. Desde el que estoy convencida que los príncipes azules existen. Porque si creemos en ello y buscamos, conseguiremos estar al lado de la persona que nos puede hacer feliz. Lo que ocurre es que muchos de nosotros nos conformamos con lo que elegimos una vez y aún sabiendo que nos hemos equivocado abandonamos la búsqueda. Tal y como decían nuestras abuelas: “Es lo que me ha tocado”.

Desde esa parte de mí interior sé que nosotros somos nuestra propia fortaleza y nos convertimos en rehenes entre altos muros que nos asfixian y no nos dejan salir. Porque somos cobardes y nos dan miedo los cambios. Y sé que si lo deseamos podemos convertirnos en ese castillo en el que lo que nos rodee nos haga sentir paz y armonía y lo más importante: libres de cuerpo y espíritu.

Desde ahí he podido superar con cierta dulzura las pérdidas de mis seres queridos, de los que creí que jamás podría vivir sin ellos. Lo conseguí arrullada por una fuerza que me hizo mirar a las estrellas y construir sus hogares para poder sentirme cerca y hablarles cuando lo necesito en esas noches en la que no todo son borrascas y el cielo se queda despejado.

Desde ahí puedo creer con todas mis fuerzas en las señales, escondidas en esos detalles ilógicos que a veces nos sorprenden a nuestro alrededor y que cuando ocurren a mí me hacen feliz. Es el lugar desde el que creo firmemente que no existen las casualidades y todo pasa por algo.

Desde ahí recuerdo con total nitidez algo que sucedió en mi niñez: mi madre tenía una tienda de artículos de droguería y perfumería junto a la imprenta de mi padre. Una tarde cualquiera de invierno…, tendría yo siete, ocho años, llegué del colegio y mi madre me sorprendió con un vestido de princesa que me había hecho con papeles de seda de color rosa. Lo había cortado con patrones y con toda su paciencia lo había cosido a mano para mí. Me lo fue colocando pieza por pieza y ahí estaba yo vestida de princesa, con una aguja de hacer punto forrada con papel brillante y una estrella de navidad sujeta a la punta.

Recuerdo que salí corriendo con mi vestido y mi varita mágica hasta llegar a la Plaza de las Monjas y desde allí me adentré por las callejuelas que conducen al Rosario. Veía el cielo cubierto de estrellas brillantes, y no sé si había llovido pero lo cierto es que los tejados estaban resplandecientes, lo mismo que la calle en la que se reflejaban la luz tenue de las bombillas que le otorgaba al ambiente un mayor encanto. No recuerdo ver a nadie que se cruzara en mi camino. Me sentía princesa de cuentos corriendo entre las estrechas callejuelas de un pueblo medieval que conducían a un castillo misterioso por descubrir.

Han pasado los años, y por alguna razón que desconozco, no he olvidado aquella tarde tan especial. Es más, cada vez que escribo creo que vuelvo a mirar por los ojos de la niña de ocho años que fui. Es por eso que mis apreciaciones están ligadas indiscutiblemente a esa tarde en la que un vestido hecho con papel de seda rosa consiguió elevarme a la magia de los sueños y el hechizo sigue vigente porque, como os digo, aún veo a nuestro pueblo, sus detalles y a sus gentes cubiertos de un atractivo único.

Y desde esa parte de mi personalidad es desde la que, de vez en cuando, me asomo a coquetear con el futuro…, me veo convertida en una anciana, muy anciana que ha tenido la suerte de no perder en el camino su alma de niña y por eso conserva la paz interior. Una anciana de pelo muy blanco recogido en un moño, rodeada de libros que la llevan a países mágicos, que coloca con cariño cada año su árbol de Navidad, que cocina pasteles y galletas en el horno para los niños que tras la salida del colegio vendrán a verme para sentarse a mi lado junto a la ventana de la Navidad y escuchar mis cuentos en los que les hablo de las Navidades de antaño, las de nuestra infancia, las de la ilusión. Cuentos en los que les confesaré que todavía cuelgo mis calcetines de colegiala en el balcón y cada mañana de Reyes los recojo vacíos pero llenos de una inquebrantable esperanza. Pero para eso aún queda tiempo. Ahora estoy a medio camino de aquella niña y de esa anciana y estoy aquí para transmitiros la esencia de ese libro que me hizo aceptarme tal y como soy. A reconocer que todos tenemos una parte que escondemos y de la que no debemos avergonzarnos nunca. Porque quién nos quiera de verdad será aceptando lo que somos.

Un lugar en el que creer en los príncipes azules, en el que alimentar y perseguir nuestras ilusiones. Un lugar en el que no se nos autorice a tirar la toalla y admitir que todo está perdido. Que nos permita creer que en cada estrella que miramos existe un hogar en el que habitan los que se han ido. En el que tengamos la certeza de que nuestros deseos pueden convertirse en realidad y que somos auténticos y desde el que nos importe un bledo lo que digan y piensen los demás de nosotros.

Hay dos frases que hago mías. Una es de de un autor británico llamado Roald Dahl:

“El que no cree en la magia nunca la encontrará”.

Y la otra es de René Descartes: “Cuando alguien me ha ofendido trato de elevar mi alma muy alto para que la ofensa no la alcance”.

Que tengáis un feliz fin de semana en el que cada uno de nosotros seamos lo que somos: auténticos…, en los mundos de Yupi o en la realidad.

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