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La deconstrucción de Europa

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La deconstrucción de Europa

 

Antonio García

Como todos ustedes saben, hay un viejo refrán que dice: <<todo lo que sube, baja>>. Ahora bien, aparte de la Ley de la Gravedad y de otra ley biológica en la que algunos maliciosos están pensando, mi intención es emplearlo en un breve, humilde y sencillo análisis histórico que desde hace días me ronda el caletre.

También viene al caso decir que todo lo que se construye termina destruyéndose antes o después, porque en estas cosas de la Historia no hay prisas. Imagínense ustedes que el Universo apareció hace casi catorce mil millones de años y que los primeros cálculos de la aparición de la especie “homo” se sitúan en torno a los dos millones y medio de años. Si bien, el jambo moderno, el que más se nos parece o le parecemos, no dijo un aquí estoy hasta hace “solo” unos 130.000. O sea, que sin pausas pero sin prisas.

Siempre se ha dicho que la primera civilización conocida se desarrolló en Mesopotamia, al sur del actual Irak, entre los ríos Tigris y Eúfrates: la civilización Sumeria, alrededor del 5000 antes de Cristo. Aunque recientemente los científicos lo están revolviendo todo y andan diciendo que existieron otras más antiguas.

Sea como fuere, la cuestión es que el Homo sapiens nunca ha dejado de molestar a sus semejantes y, a lo largo del tiempo, fueron conquistando territorios ajenos –donde se habían asentado otros prójimos- y pasando de formar pequeños grupos humanos a la bestialidad de los grandes imperios. Es decir, a controlar el gobierno de multitud de Estados, bajo la corona de un emperador. Que es donde yo quería llegar a parar.

Imperios ha habido muchos a lo largo de la historia. Tan grandes, que alguno llegó a dominar una quinta parte de la tierra firme del planeta. Mencionaremos alguno.

El Imperio Persa ó Aqueménida, cuya andadura transcurrió entre el 550 al 330 a. C. No cometan ustedes el fallo de decir, como dijo hace poco una locutora de RTVE, que existían hoy día dos países muy peligrosos: Persia e Irán. Porque son el mismo.

Podríamos nombrar el de Alejandro Magno, pero si bien fue extenso, duró menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Fue morirse el muchacho, y sus generales liarse a guantazos por repartírselo.

El Imperio Romano de todos conocido, poderosísimo, amplísimo. Este si duró, pues estuvo chuleándose durante más de 600 años –mes arriba, mes abajo- , hasta que quebró y se dividió entre el imperio de Occidente y el de Oriente. El de Occidente hizo aguas en el siglo V, por su mala administración, corrupción, vicios y la mala leche de los pueblos bárbaros del norte de Europa. El de Oriente, o Imperio Bizantino aún estuvo dando caña casi mil años más, hasta la llegada de los turcos.

Y así podríamos hablar del Imperio Mongol, del Imperio Árabe, del Imperio Turco-Otomano, que duró desde el siglo XVI hasta la Primera Guerra Mundial.

El Portugués, el Británico… El Imperio Español. ¡Ay, el Imperio Español! ¡Quién iba a decir en aquellos entonces que España llegaría a donde ha llegado, tras contener el doce por ciento de la población mundial y extender sus dominios por el catorce por ciento de la tierra firme! No en vano el idioma español es la segunda lengua más hablada del mundo.

¿Y por qué cuento esto? Por dedicarle unas líneas a Europa. No es que nuestro continente, con proliferación de naciones, multitud de Estados y gobiernos haya sido como tal un imperio. Pero Europa fue la cuna de la más grande civilización jamás conocida. Ya conté sucintamente en un artículo publicado el sábado 11 de marzo, cómo se formó. Unidos bajo una misma fuerza civilizadora y una fe común, Europa avanzó a pasos agigantados y descubrió, conquistó, civilizó y evangelizó. Europa despegó y formó un mundo de progreso y desarrollo antes inimaginable, el Occidente, mientras contenía con grandes sacrificios el empuje incesante del Islam. Solo que ahora el Islam sigue empujando y Europa se derrumba. Se deconstruye. Una civilización muy inferior a la nuestra nos está conquistando. Nada nuevo en la Historia.

Nuestra otrora grande, poderosa e influyente Europa se nos muere lentamente. Languidece ante la indiferencia y la pasividad de sus propios hijos, entontecidos, alienados, abducidos por un falso espejismo de progreso que nadie sabe realmente explicar qué significa y hacia dónde nos conduce. Europa sin objetivos comunes. Europa sin conciencia de sí misma. Sin identidad reconocible.

Una Europa que no pinta nada, o pinta cada día menos en el concierto mundial. Arrastrada por otros, conducida por otros, sin vigor, sin sangre en las venas, sin genio creador, sin pilotos que la guíen con paso firme.

Desprecia su propia savia, la fuerza impulsora de nuevas generaciones motrices que animen y den energías renovadas a su viejo y caduco espíritu. La vieja Europa que se apaga sin ni siquiera el orgullo de lo que fue. La Europa que desprecia los valores que la hicieron grande, los sabios cimientos de sus tradiciones, sus valores espirituales, aborreciendo la fe que nos unió y nos dio vida. Europa contaminada por diabólicas ideologías destructivas de nuevo cuño. Enredada en sus propias avaricias locales, guiada por mercaderes egoístas y ambiciosos, que se deja permear mansamente por corrientes aniquiladoras de lo humano y lo divino. Inerme, apática e ignorante ante el peligro de nuevas invasiones colonizadoras, con la falaz excusa de un humanitarismo de salón diseñado desde otras latitudes, para romper y aniquilar lo que somos y lo que fuimos. Cada vez más inculta y cada vez más sometida a los dictámenes mundialistas.

Tiempo hace que Europa emprendió su deconstrucción, avanzando empecinadamente por un camino sin retorno.

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