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Junio

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Junio

Por Sol Sánchez

Si Junio fuese humano, sería un violinista.

Tocaría por las esquinas, cubriendo las Calles de una atmósfera, capaz de seducir los sentidos.

Callejuelas que moraban en mi corazón.

Al transitarlas, no sentía la etiqueta de mi cuna, sino la fuerza de mi interior.

Junio, nos traía un aturdimiento que nos zambullía en apatía, cuando las temperaturas comenzaban a ser altas y el sol brillaba, sin ser interrumpido por las nubes, dejándose notar su fuerza.

Junio tenía luz.

Luz, que de buena mañana ya se adentraba en nuestro hogar, iluminando gran parte del salón y la cocina.

A mi Madre, le encantaba tapar las ventanas con los visillos transparentes, velando algo más esa luminosidad, proporcionando un aspecto acogedor y romántico a nuestra casa.

Cómo expresar con palabras, la forma en la que el mes de Junio, unos días me aplacaba y otros, me llenaba de energía y positividad.

El candor de las mañanas, al tomar el desayuno.

El adormecimiento a las horas del mediodía, en el recorrido de la Escuela a casa, cargando, casi arrastrando, la bolsa llena de libros.

La posibilidad de apreciar desde el escalón del portal, la caída del atardecer, la frondosidad de los árboles, amenizando el entorno.

Junio, era una cuesta arriba en los últimos días de Colegio.

Las vacaciones por la tarde comenzaban el día uno.

Sumábamos una hora más de clase a las mañanas interminables, por el bochorno y el cansancio de todo el curso.

¡Últimas evaluaciones!

Entre las hojas de exámenes y sus renglones escritos a lápiz, se dejaban ver las vacaciones de Verano, Las primeras tardes libres.

Llegábamos a casa, con tal aspecto de cansancio, creando expectativas en nuestras Madres aliviadas, al pensar, que contarían con un par de horas más de tranquilidad

Nos obligaban a echarnos un rato sobre la cama y descansar, tras la comida.

Dormir, era lo último en lo que pensábamos.

Generalmente guerreábamos con las almohadas, Saltábamos sobre los colchones, terminando en peleas y gritos con mis Hermanos y alguna amiga que ese día se había venido a comer a casa.

En cuanto la sombra aparecía en el Barrio, mi Madre desesperada, abría la puerta de la Calle… Salíamos con la misma fuerza que corren los perros que tiran de los trineos, como única misión de vida.

Bajábamos las escaleras de cuatro en cuatro.

¡La Calle era la libertad!

Y en esa libertad, nos encontrábamos a decenas de niños del Pueblo.

Al pensar en Junio, parece que se me eriza de escalofríos, la piel de los brazos y piernas, en los primeros días que vestíamos, camisetas y pantalones cortos.

Volvían los restregones en las rodillas, codos, arañazos y algún que otro moratón.

¡Todos los juegos estaban activos!

Había uno muy especial: Lanzarnos sobre unos cartones, por una montaña de tierra cercana a casa, convirtiéndonos en croquetas humanas, rebozadas en el polvo.

Junio…

Fines de semana, en los que seguían celebrándose Comuniones, que me parecían un auténtico rollo.

Casi todos mis amigos y familiares, tomamos la Comunión ese mes.

De la mía, no recuerdo muchas cosas.

El vestido, recordatorios, libro de firmas y alguna fotografía en blanco y negro, que algún invitado inmortalizó con su cámara.

También me viene a la memoria, las muñecas de plástico, vestidas con el traje de Comunión que nos solían regalar y un piano musical que ejercía de joyero.

En Junio, nos ponían en cuarentena el Parque, a causa de las orugas.

Decían que si nos escupían sobre el pelo, nos quedaríamos calvos.

Intentaba mantenerme bien lejos.

Junio…

Hay expertos que afirman: “Llamar la atención cuando se es un niño, es una cuestión de

supervivencia. A veces el problema son celos, sentirse ignorado”

No recuerdo sentir algo de eso, pero me hace mucha gracia contar y reconocer, que por aquellos años, solía tener una costumbre: ¡Llamar la atención!

Para ello, me daba mucho juego la mercromina.

Manchaba una venda con ese líquido rojizo, simulando sangre. La enrollaba en mi mano. A veces en el pie, pero esta parte era más complicada, porque había que fingir cojera y eso se me terminaba olvidando.

Solía teñirme la uña del dedo pulgar de negro, para contar que me la había pillado con una puerta.

Descubrí a más niños que lo hacían. ¡Duró un par de Veranos!

Las largas tardes de Junio, potenciaban nuestra inventiva y las trastadas aparecían por doquier.

Momento en el que las zapatillas de nuestras Madres, parecían tener vida propia.

No era un problema cuando se trataba de chanclas de goma, pero hubo unos años en los que se pusieron de moda las de madera. ¡Hervían en nuestros traseros!

Estoy convencida, que si hubiese existido entonces, la figura del Defensor de Menores, la mayoría de nuestras Madres, habrían pasado alguna noche entre rejas.

Llegaba el día de las notas, las mías, cargadas de insuficientes, algunos suficientes y por pena algún notable.

Un día negro en el calendario, con sus respectivas regañinas y promesas de castigos, que muchas veces, con suerte, terminaban olvidándose, quedándose en los libros de repaso y Caligrafías “Rubio”.

¡Cómo recuerdo esas Caligrafías! Las de escritura, tenían la cubierta de color verde. Las de operaciones y problemas, amarilla.

Cuando me sentaba ante ellas, solía terminarlas en dos tardes. Para mí, era imposible hacer una página cada día. El resto del Verano, ya no había que pensar en obligaciones.

Un mes, cuyo día veintidós, del año mil novecientos setenta y seis, nos dejó Fofó, un “Payaso” al que le tenía un amor especial. Un ser humano al que lloré en silencio.

En Junio, podíamos acostarnos más tarde, lo que nos permitía ver el “Un, dos, tres, Responda otra vez” con Don Cicuta.

Podría acompañar a mi Madre al mercadillo, los miércoles.

En los años de mi niñez y adolescencia, comenzaba a montarse en la puerta del Estanco de Geromo, cubriendo de puestos la Plaza Nueva, siguiendo hasta los Polonios y la Calle que llevaba a los Calzados Oliva. También había puestos en las Callejuelas que rodeaban el Mercado de Abastos.

Me volvían loca los retales, zapatos, bolsos, ropa a montones y a precios muy baratos. Había mucha diferencia con las tiendas.

Junio… Tranquilas mañanas, en las que se nos ocurría, hacer polos en moldes de plástico, que rellenábamos con Cola Cao, Pepsi Cola y un sinfín de variedades, dejando la cocina, hecha un cisco .

En el sexto mes del año, solían llegar los “Coches Cucones” a la explanada de la Feria.

“Coches cucones” era otra, de esas descripciones, que fuera de la Villa, nadie conocía.

Instalada la pista, conseguía que el punto de encuentro de los jóvenes, se concentrara en la muralla de la Rosaleda.

Los chicos con la moda de los pantalones de campana y sus primeras motos, marca “Puch” aparcadas junto a ellos.

Las chicas, comenzábamos a cambiar los calcetines por medias, a llevar camisetas con hombreras, preocupándonos por nuestro aspecto físico.

Empezaba a ser el momento de visitar a nuestra querida “Calcetina” para que nos recomendara como potenciar la femineidad.

Mientras tanto, el Señor que estaba en la taquilla de los “Coches Cucones” se pasaba las tardes dedicando canciones:

-¡Para la guapa del coche quince!-

-¡Dice un chico rubio, que va a montar en el coche doce, que se prepare la del coche diez!-

Así transcurrían, los meses de Verano hasta la Feria, en la que aquella atracción desaparecía, rumbo a otro espacio.

Todavía conservo, alguna de esas fichas amarillas.

Lo mismo que el estribillo pegajoso, de canciones de moda, que durante el resto del año, escuchaba mientras fregaba los platos en la cocina de casa, a través de una emisora de Murcia llamada, Cadena Rato.

Temas que grababa en cintas, y seguía tarareando, una y mil veces.

¡Nos hacíamos mayores!

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