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Huele a Mayo…

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Huele a Mayo…

Por Sol Sánchez

Creo que si me taparan los ojos y me dejaran oler un día de cada mes del año, sabría en el que me encuentro: pero claro en Hellín.

A veces cuando intento buscar respuesta a estas cosas, la tengo muy clara: pasábamos mucho tiempo en la calle. Llegábamos del colegio, en verano, o invierno y nunca dejábamos de bajar a jugar a la calle. La de veces que vi atardecer. La de veces que me empapé con la lluvia. La de veces que escuchaba los fuertes truenos, la de veces que el sol quemó mi piel.

Mayo siempre fue para mí muy especial. Nos traía el Día de La Madre. ¿Os acordáis cómo en el colegio nos hacían confeccionar un regalo? Lo mismo que para el día del Padre. Generalmente para ellos hacíamos cosas que tuvieran que ver con el tabaco. Recuerdo pegar varias cajas de cerillas, unas encimas de otras y después forrarlas con fieltro rojo. Y para ellas siempre pasábamos meses bordando pañitos, manteles, o alguna bolsa de pan. Nunca me han gustado los trabajos que te lleven largas temporadas terminarlos. Pero en el de la madre siempre puse mucho cariño.

Otra de las cosas que me encanta de mayo en Hellín es el Día de la Cruz. Podría ser hoy, uno de esos días en los que concretábamos quiénes seríamos compañeros para compartir el trono en la mañana del tres de mayo. Seguidamente había que confeccionarlo. A la salida del colegio, visitábamos las serrerías para conseguir palos y tablas. Aprovechábamos clavos oxidados, que terminaban haciéndonos sangrar algún dedo, obligando a nuestros padres a llevarnos al Centro para ponernos la vacuna antitetánica, a la que nosotros llamábamos “la inyección del tétano”. Y eso cuando nos la ponían. La mayoría de ocasiones, lo arreglábamos por nuestra propia cuenta con una tirita… ¿cómo habremos sobrevivido?

Tras la ardua tarea, accidentes incluidos, dificultad para encontrar el material preciso y los “enganchones” que con toda seguridad surgían entre nosotros, conseguíamos terminar la Cruz.

La tarde del día dos era otro de los momentos clave: ir a los chalets por el campo de futbol a pedir rosas y además tener la suerte de que nos las dieran. Rondábamos aquellos jardines toda la chiquillería del Pueblo, recibiendo algunos broncazos por parte de los vecinos, cansados de vernos trepar por sus muros en el intento de coger sus bellas rosas. Tentativas que en muchos casos terminaban arrastrando el rosal entero, llegando a nuestras casas con las manos llenas de espinas.

¡Eso sí, con las rosas!

Seguro que con poco esfuerzo, recuerdas las primeras horas del Día de La Cruz. En mi caso, apenas despuntaba el sol, ya estaba impaciente. Debíamos salir pronto, antes de que otros niños se adelantaran dejando los bolsillos de los vecinos vacíos de monedas.

Llevábamos el pequeño trono sobre los hombros y a la vez pedíamos con un cacillo en las manos.

A media mañana, tras comprobar que no teníamos demasiada suerte, visitábamos a los familiares, algo más considerados con nosotros.

Lo peor era el momento del reparto. Casi siempre terminábamos discutiendo y dibujando en el aire con un dedo la señal de la cruz, cuyo significado era: ¡No te junto!

Eso explica que cada año, los grupos fueran distintos.

Llegaba la hora de la comida. Rara era la casa en la que de postre no se comiera aguamiel.

Por la tarde salíamos a merendar al campo, a veces con la familia, otras con amigos. Andábamos por las carreteras cercanas, camino de Agra, Agramón, Mingogil, Isso. Buscábamos sitios cómodos cerca del río, el Molino Falcón, el Canal, La Laguna de Los Patos…

Extendíamos manteles de tela sobre la hierba, en medio de un jolgorio, chistes y risas.

Nos caía la tarde en los campos, entre conversaciones de adultos y juegos de niños, correteando de aquí para allá, hasta que los grillos comenzaban a cantar marcando su territorio, recibiendo a la luna que a veces aparecía en el horizonte acompañada de una brisa encendida de calidez, consiguiendo cerrar más aún nuestros ojos dominados por el cansancio de una jornada intensa.

Mayo…

Tampoco era de fiar en cuanto a la meteorología y los chaparrones inesperados. Del refranero español surgía otro refrán en boca de los más mayores: “Hasta el cuarenta de mayo, no te quites el sayo”.

Y otro en el que muchos confiábamos a pies juntillas: “Con el agua de mayo crece el pelo”. Allí estaba yo, bajo cada tormenta. Poniéndome como una sopa de la cabeza a los pies, a la espera de que el pelo se me convirtiera en una larga y abundante melena.

Refrán que me hacía terminar con fiebre alta y un médico que me recomendaba:

-No debes hacer caso a esas cosas, o vas a terminar con una grave pulmonía.

A pesar de que ellos también habían tenido una abuela que les dijo: “Calenturas de mayo, salud para todo el año”.

El tiempo ha pasado y ahora ante la llegada de un nuevo mes de mayo…, cosemos recuerdos, cosechamos pasado y damos pespuntes a los días entre las páginas del año.

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