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El autobus a Sierra

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El autobus a Sierra

Por Sol Sánchez

Detrás de todo lo que escribimos siempre hay algo nuestro, incluso en los escritos más descabellados asoman tintes autobiográficos. Estoy segura que en esos momentos en lo que te quedas a solas contigo, alguna vez te has dado cuenta que cada situación que has vivido en la vida te ha servido para algo. Que hay cosas que incluso te marcan para siempre. En mi niñez y adolescencia, me ocurrieron tres vivencias que moldearon parte de mi personalidad y mí mirada al mundo: una fue en el autobús de Sierra, aquel que transportaba desde Hellín a todos los niños y niñas que padecían alguna discapacidad, o enfermedad rara. Otra sucedió en el Asilo de las Monjas situado en la Plaza de Santa Ana, y la otra en los hermanos de la Cruz Blanca (la Lila).

Por eso debo decir que este es un “cuento” real, en el que fui elegida como protagonista y siempre lo agradeceré.

EL AUTOBUS
Al cumplir cinco años, un seis de marzo llegó a casa la cigüeña con mi hermano Ángel Luis. Mi hermano Manolo tenía cuatro años y para nosotros fue como un juguete. Con el paso del tiempo mi madre se dio cuenta que no se despertaba con los ruidos, que no atendía cuando se le llamaba por la espalda…, comenzaron las visitas a los médicos, los interminables viajes hasta los hospitales de Madrid, Barcelona. Todos coincidían que era una sordera, pero ningún profesional supo dar un diagnóstico concreto. Ángel Luis pasó a ser un “discapacitado” sin plaza en ningún colegio del pueblo, excepto en Sierra, lugar al que iban todos los niños “diferentes”.

Recuerdo por aquel entonces la discriminación que había con estos chicos y los familiares. Recuerdo que convertida en una adolescente, había tardes que me escondía entre los taxis, los rosales de la plaza de Santa Ana y un quiosco que había, en espera de que llegara el autobús desde Sierra y ninguno de mis amigos me vieran. Me preguntaba por qué yo tenía que estar allí y mis amigas no.

Mis padres me convirtieron en la sombra de mi hermano: lo recogía del cole, pasaba todo el tiempo con él, incluso dormíamos en la misma cama. En la oscuridad nos cogíamos las manos y por “señas” inventadas creamos un lenguaje que sólo él y yo conocíamos. Cualquier nombre, verbo, adjetivo, era traducido en la noche más oscura con el solo roce y movimiento de nuestras manos.

Unos días cercanos a la Navidad, los profesores me pidieron acompañarles a Sierra para ayudar en una fiesta. No tuve más remedio que ir. Aquella mañana de un frío invierno sentí el calor emocional más intenso. Conocí a niños y jóvenes que llegaban a esa escuela desde distintos pueblos de la zona. Unos tenían Síndrome de Down, otros no podían mover el cuerpo, otros no hablaban, otros…

Nunca antes había sentido un recibimiento tan cercano. Descubrí que había otro lenguaje: el de las miradas, los gestos, el lenguaje del corazón. Un idioma en el que no cabe la mentira, el engaño, la hipocresía. Descubrí un sexto sentido que ayuda a intuir, con el que los ciegos pueden ver, los sordos escuchar, las personas que van sobre sillas de ruedas, llegar muy lejos. Descubrí que aquellos a los que la sociedad colocaba la etiqueta de “discapacidad”, eran personas a los que la naturaleza había dotado con un “don” y era la posibilidad de no convertirse en adultos que olvidan lo que verdaderamente son. Una persona con Síndrome de Down es auténtica y natural. Llorará cuando tenga ganas de hacerlo. Correrá si lo desea, y te dirá lo que siente. No fingirá si le caes mal y te lo dará todo si algo en ti le despierta confianza. Aquella mañana de no sé qué año, comprendí que vivimos en un mundo al revés. Me sentí “discapacitada” al no tener esa sensibilidad de la que ellos disfrutaban, mientras que el mundo fuera los marginaba, ellos tenían la suerte de vivir sin nuestros límites absurdos.

A partir de entonces hubo un antes y un después en mi vida. Me aburría entre mi grupo de amigos “normales” y necesitaba el contacto con los pasajeros del autobús a Sierra. Lo necesitaba para llenarme de una ternura que me hacía sentir muy bien. Para que mis sentimientos estuvieran a flor de piel y así poder vivir la vida intensamente. Para aprender a comunicarme con un idioma único que es el del corazón, sin palabras que confundan. Para vivir en ese mundo especial en el que la vida puede ser magia. En el que siendo “ciego” se consigue ver con más nitidez que los que no necesitan ni gafas. En el que siendo “sordo y mudo” se puede escuchar y comunicarse de una forma mucho más expresiva. Estando sobre una silla de ruedas, se puede ir muy lejos con la ayuda de un privilegio: un sexto sentido.

Ha pasado el tiempo y a día de hoy, sigo pensando que este es el mundo al revés. Que mucha de la gente a la que socialmente se considera”normal” carece de una sensibilidad necesaria para sobrevivir. Crecen y se convierten en adultos escondiendo su verdadera “naturaleza”. Que aquellos a los que se les cuelga la etiqueta de “discapacitados” guardan el mejor de los tesoros: Ser naturales, cercanos, afectivos y viven la vida desde el idioma del corazón. Y lo más importante: son adultos y continúan con la esencia de la niñez.

Doy gracias a que la vida me ofreciera el billete para subir al autobús de Sierra y encontrar el perfume de “la diferencia”, la misma que me ha hecho mirar al mundo de otra manera.

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