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El absurdo e infértil desprecio a lo que no se conoce

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El absurdo e infértil desprecio a lo que no se conoce

Antonio García

Si cada uno de nosotros pudiésemos diseñar al gobernante que deseamos, construirlo de acuerdo a los valores que más estimamos en el conductor de un pueblo, fuésemos de la opción política que fuésemos, seguro que no sería difícil llegar a un consenso en las cualidades que deberían adornar a esa persona. Y si nos fuese dado elaborar las bases fundamentales que deben guiar el contenido de un programa político-social, es decir, las ideas y actitudes esenciales sobre las que debería asentarse la concreta praxis política, creo que las coincidencias ganarían por abrumadora mayoría a los desacuerdos. ¿Por qué creo esto? Porque en el fondo, todos buscamos lo mismo: ser felices. Obsérvese que no he mencionado el concepto ya resobado y manido de “estado del bienestar”, sino la felicidad, que es la categoría superior, el estado de grata satisfacción espiritual y física a la que todos aspiramos en la vida. Porque, ¿quién no busca, conscientemente o no el bien, la verdad, la belleza, la justicia, la igualdad, la libertad…?

Aún manteniendo los pies en la tierra, y sin pretender enredarnos en cuestiones filosóficas y teológicas, de algún modo vivimos con la esperanza de que todo ello algún día se haga realidad… a través de la política. Pero, ¿votamos en las elecciones cada cuatro años con esa esperanza? Y si es así, ¿qué información tenemos para elegir? ¿Cómo sabemos que no hay más cera que la arde que la ofrecida por los programas electorales? ¿Qué espíritu e intención guía realmente a aquellos que los confeccionan y venden en las plazas públicas? ¿En qué bases éticas y morales se apoyan?

Consideramos la política como el arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados, pero también sabemos que, necesariamente, se basa en ideologías. Es decir, en las “ideas” y pensamientos de una o varias personas, extendidas a la colectividad. Y en cómo esos compositores conciben el mundo y al ser humano. En cual es el origen, misión y finalidad de este y de la sociedad. Y ahí es cuando la liamos.

Llegados a este punto, queridos lectores, les presento la Doctrina Social de la Iglesia. Y espero que no dejen de seguir leyendo los no creyentes y agnósticos.

La Doctrina Social de la Iglesia no propone acciones concretas de gobierno. No dice cómo tiene que financiarse la Seguridad Social, no habla de cuánto han de cotizar los autónomos, ni se mete en si hay que instalar más o menos líneas del AVE. Etc. Pero sí establece los principios morales en que ha de basarse la gestión de los recursos de la Tierra, dejando muy claro, por supuesto, que la dignidad del ser humano y la consideración que ello merece están por encima de todas las cosas, de todos los partidismos políticos y de todos los negocios, como lo está el inalienable derecho a la vida. Y que los bienes terrenos deben ser gestionados de manera que “todos” podamos vivir dignamente de sus frutos. Es decir, contiene los principios fundamentales que deberían “dar alma” e iluminar toda acción política, social y económica. Si todos los gobernantes estuviesen imbuidos del espíritu que predica la Doctrina Social de la Iglesia, otro gallo nos cantaría. Pero, ¿quién la tiene en cuenta? ¿Quién la conoce? ¿A quién le interesa?

No se si nuestros políticos conocen la Rerum Novarum, de León XIII, donde se habla de la doctrina sobre el trabajo, la cuestión obrera, el derecho a la propiedad, el principio de colaboración, el jornal justo… O si han leído Mater el Magistra, en la que Juan XXIII nos ilustra sobre la “cuestión social”, las desigualdades existentes entre los distintos sectores económicos, entre países y regiones de la Tierra, la falta de solidaridad internacional que origina situaciones insoportables en el Tercer Mundo… O la Populorum Progressio, en que Pablo VI propone una nueva comprensión del desarrollo integral del hombre y el desarrollo solidario de la humanidad.

No se si conocerán, que creo que no, la encíclica Laborem Exercens, en donde Juan Pablo II propone como clave central de la cuestión social el trabajo humano. Y la transformación, desde esta clave, de los sistemas económicos vigentes, la distribución más equitativa de la renta, de la riqueza, y del propio trabajo con el fin de que haya para todos. O también, de Juan Pablo II la Centesimus Annus, en la que, mirando al pasado se orienta al futuro, contemplando la ineficacia, o eficacia parcial de los sistemas anteriormente vigentes, tanto el marxismo como el capitalismo y apostando por una sociedad basada en el trabajo libre, la empresa, la participación. Y por un Estado verdaderamente democrático, en el que la sociedad tenga una intervención real y decisiva.

Y éstas son solo una muestra de la riqueza doctrinal de la Iglesia Católica. Doctrinas recogidas desde los primeros tiempos de su existencia. Digo, desde aquellos lejanos profetas de la Biblia, de los que ya hablé en otro artículo.

Lo que importan no son las “medidas concretas”, sino el espíritu y los principio que iluminan la política.

Pero no, lo que hoy está de moda es perseguir a la Iglesia, borrarla del mapa. ¿Y saben por qué? Porque la Doctrina Social de la Iglesia es espejo de la ineficacia, el egoísmo, la avaricia y la injusticia que planea sobre el mundo. De la ineptitud e indisposición de los gobernantes para cumplir como Dios manda su cometido. Enemiga de ese Nuevo Orden Mundial que nos venden envuelto en papel de regalo. ¡Y qué absurdo es perseguir o despreciar lo que no se conoce! Lo que, por prejuicios mundanos e ideológicos se ignora. Porque no ha existido ni existe una enseñanza que defienda, como hace la Doctrina Social de la Iglesia, los derechos de todos, en especial de los más pobres. Por la sencilla razón de que toda su Doctrina emana de las enseñanzas de Jesucristo, del Maestro. Y díganme: ¿quién amó y ama más al hombre?

Quizás es “demasiado tema” para un artículo corto y tal vez precipitado. Pero si a alguien “le pica” y no está de acuerdo conmigo, le propongo debatirlo. Eso sí, los ignorantes fanáticos ideologizados, absténganse.

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